domingo, 20 de diciembre de 2009

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Malos tiempos para el mal tiempo

Lo que me pide el cuerpo es escribir sobre Copenhague, pero no lo haré. Salvo para acordarme de toda la parentela de quienes han encarcelado al presidente de Greenpeace España y no al Premio Nobel de la Paz, al representante de la dictadura neocon china o al fútil poeta new-age de la Tierra y el viento, entre otros que han señalado allí el camino a la extinción de la especie. Me voy a quedar por aquí constatando cómo a nuestros líderes las catástrofes naturales por venir les dejan indiferentes e inanes mientras siembran entre sus gobernados el miedo a las tormentas cotidianas. Algo andarán buscando con ello.



Si es usted impresionable evite leer una nota de prensa de la Dirección General de Tráfico o del 112. Creerá que si sale de casa quedará aislado por la nieve, la riada le arrollará o el ciclón le arrastrará hasta la tierra de Oz si se asoma a la ventana. La penúltima alerta de la DGT directamente desaconsejaba “circular por todas las carreteras de Jaén, Almería y Granada”... por cuatro copos. Los funcionarios de estos organismos tienen como tarea prioritaria evitar a toda costa que un ministro deba dar explicaciones por unos coches atrapados en un puerto de montaña o un aeropuerto cerrado por la nieve y el hielo, qué mejor para ello que acojonar al personal para que se quede quietecito en casa. Tienen unos excelentes aliados en los medios de comunicación, dado que hablar del tiempo evita tener que hablar de asuntos más inquietantes.

La teoría y práctica del miedo al mal tiempo ha desarrollado sus códigos y colores: se declara alerta amarilla –es decir, que va a llover un poco, refrescará o hará calor, todo muy normal- y los jefes de informativos mandan a sus muchachos a tiritar ante la cámara en la más remota montaña. Los ignorantes e irresponsables que suelen dirigir los programas de furgoneta y parabólica lo llevan al paroxismo, rediseñando la realidad a medida de su escaleta y obligando a sus reporteros a inventarse el temporal cuando éste no existe.

Se nos pretende convencer de que quien desobedece las consignas o discrepa de que no haya lugar tan seguro como el hogar es un temerario que se arriesga sí mismo y a los demás y encima nos cuesta dinero. El montañero que se pierde no sólo ha de pagar el coste de su rescate, ha de aguantar además que se le tache de loco inconsciente. Nadie pide cuentas, en cambio, para quienes se aventuran en el mar a robarles el atún a los somalíes y han de ser rescatados después. Nuestros gobernantes nos inculcan el miedo a las inclemencias porque nos quieren metidos en casa, asustados, obedientes y localizables, mirando por el televisor y no por la ventana las tormentas de cada día, sin que nos enteremos de la llegada de la tormenta perfecta, esa a la que en Copenhague han abierto todas las puertas.

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