martes, 5 de junio de 2012


Comida de hospital

En mi largo periplo hospitalario (en dos meses las urgencias del Clínico, la UCI del Ruiz de Alda y una planta de Trauma), he comprobado, que además de no vislumbrarse la famosa luz al final del tunel, hay algunas verdades absolutas. Véanse.
Primera: La comida de hospital es siempre una bazofia. Indefectiblemente. En mi caso sólo un refrescante helado de frutas y una gelatina a base de agua semicongelada merecían la pena. Cualquier plato tibio o del tiempo era directamente una invitación al vómito.
Segunda: tus padres han venido al mundo para avergonzarte. Los míos son esos que jamás paran o bajan el volumen del timbre del móvil en una habitación llena de gente y conversan con su interlocutor como si fueran a entenderse a gritos.
La vida de hospital se va pareciendo cada vez más a la comida de hospital, insulsa y monótona. La fauna de hospital la forman unas profesionales vocacionales, encantadoras, y alguna que otra reina (y rey) del escaqueo. Además están los familiares que repiten varias veces al día el sermón de que el médico siempre lleva la razón; y por último los enfermos, empeñados en hacer justo lo que no nos conviene.
Mientras, yo me alivio con agua de Lanjarón y pienso en curarme para siempre, pero no para escribir de un tirón sin equivocarme ni mejorar mis dotes de comunicación, sino por salir volando y decirle a esto adiós para siempre.