domingo, 1 de diciembre de 2013

La peste

Albert Camus en La peste observaba escéptico la euforia de los habitantes de la ciudad de Orán que, ignorando la naturaleza del mal que creían vencido, se veían para siempre libres de la plaga. Hoy no podemos desconocer lo que sucede más allá de las murallas; las enfermedades que se ceban en los humanos apenas se distinguen de los virus que atacan a los sistemas informáticos y son siempre pandémicas en un mundo cuya metáfora es el centro comercial, donde es imposible perderse pues siempre estará Burger King, Decathlon o Swarosky, aunque de puertas afuera esté Seul, Caracas o Granada.

Es ésta una sociedad viral, un mundo contagioso; y todavía hay estúpidos que piensan que restringiendo vuelos o cerrando fronteras se controlan plagas tan universales como una camiseta del Real Madrid. Lo pidió Sarkozy, pero también los solidarios Castro y Correa hablaron en su día de poner a México en cuarentena, para que se murieran de gripe ellos solitos sin contagiar al resto. La epidemia de gripe que en 1918 se llevó por delante a cincuenta millones de personas se bautizó española no porque atacara con mayor virulencia a la Península Ibérica, sino porque la neutralidad de España en la Gran Guerra facilitó que aquí se pudiera informar con relativa libertad de los efectos y cifras de aquella pandemia mientras las potencias en conflicto censuraban cualquier información de efecto desmoralizador. En este siglo ese silencio impuesto es impensable. ¿Recuerdan la gripe A?  Hervían las redes sociales y los foros, expertos y legos discutían en debates mundiales si las mascarillas servían para algo, si se daría rapidamente con una vacuna o si sería alta la mortalidad. Información y desinformación corren tan libres como el virus; ¿cuál es más rápido? Parece obvio que los periódicos tienen la batalla perdida, pero también los comunicados oficiales de los ministerios de Sanidad. Twitter y los wassup son las sirenas antiaéreas de mañana mismo.

¿Quiénes caerán como chinches? Se demostró cuando la pandemia de los ochenta llegó a África. Rock Hudson, Magic Johnson y Freddie Mercury pusieron caras populares a un nuevo mal inconfesable, hasta el cine lo abordó, de forma lacrimógena -Filadelfia (Philadelphia, 1993)- o intensa -Las horas (The hours, 2002)-, pero fueron millones los hombres y mujeres anónimos que murieron sin saber porqué o sin acceso posible a costosos tratamientos crónicos.Quienes se quedan fuera del mundo interconectado están al alcance de las plagas globales, pero no de las soluciones globales. Tal vez haya vacuna, pero para ellos será demasiado cara. A los más pobres les matan los virus, pero también los derechos de autor científicos, las patentes farmacéuticas.

 Hay que piratear, convertir el antídoto en software libre, robar las fórmulas y colgarlas en Internet para que cualquiera pueda reproducirlas. Sólo si derribamos las barreras del conocimiento y lo distribuimos libremente, las nuevas redes serán armas revolucionarias. Que hemos bajado la guardia frente al Sida es tan tópico como real. Pero cuando la información sea un suministrador de anticuerpos a los males comunes la propia sociedad tendrá en sus manos todas las curas; de lo contrario seguiremos corriendo el riesgo de que –Camus dixit- un día la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.

Een recuerdo de Albert Camus en el centenario de su nacimiento y de los millones de enfermos y sus familias

Versión de dos artículos publicados en Huelva Información en 1990 y en Granada Hoy en2010

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