Unánimemente se considera al escritor norteamericano Truman Capote (1924-1984) un maestro que en la novela y el relato dominó por igual los resortes de la ficción y la no-ficción que, sobre todo con su más famosa obra, A sangre fría, sentó las bases del conocido como nuevo periodismo, ese terreno pantanoso donde reportaje y novela llegan a confundirse, a veces con resultados asombrosos en literatura, como algunas novelas -no todas- de Tom Wolfe y casi toda la obra de Gay Talese, y otras veces fallidos -Nuestra pandilla de Philip Roth-.
Truman Capote podía ser un transgresor -en lo estilístico con A sangre fría o en lo moral con Plegarias atendidas-, pero también un cotilla de muy mala baba, como demuestra en lo más parecido a unas memorias que escribió, Los perros ladran: Personajes públicos y lugares privados. En la actualidad es frecuente que los programas televisivos de cotilleo tengan como invitado, o incluso como presentador, a un homosexual que hace las veces de bufón de una corte de famosos y famosas a quienes a veces no duda en destripar verbalmente, para regocijo del público, aunque sin hacer demasiado daño a un establishment en el que en el fondo se mueve encantado como pez en el agua. Boris Izaguirre y Jorge Javier Vázquez son dos buenos ejemplos en este país. Pero hay que tener en cuenta que hasta Capote el chafardeo en los media se iba a los dos extremos: por un lado la prensa amarilla -e incluso extorsionadora- y por otro esos programas de radio extremadamente light que Woody Allen rememoraba en Radio days (1987) en los que un pretendido matrimonio comentaba las fiestas y merendolas con la alta sociedad y el famoseo a las que decían haber asistido el día anterior, lo guapa que iba fulanita o la elegancia y simpatía de menganito, algo así como hoy el programa Corazón pero sin divorcios ni disputas por herencias. Pero no se engañen, Los perros ladran no es un libro de cotilleos; contiene memorias de infancia y juventud, relatos de viajes centrados en el costumbrismo y momentos tan hermosos como el encuentro del autor con Collette; su faceta más cotilla la concentra en el capítulo de dicado a Hollywood. Capote no cita los nombres sino las iniciales de actores y actrices y aprovecha para burlarse del culto al dinero de los norteamericanos, que miden el valor de las cosas por su precio, y de una ciudad tan artificial que parece diseñada por y para niños pero en la que no se ven niños. Truman Capote sabía convertir el cotilleo en arte.
Portada de Los perros ladran |
No hay comentarios:
Publicar un comentario