miércoles, 8 de octubre de 2014

Sam Fuller: Men at war

Uno rojo, división de choque



Hace ahora un siglo que vino al mundo Samuel Michael Fuller,  un norteamericano hijo de inmigrantes judíos a quien la Historia recuerda como Sam Fuller y sobre todo como el más grande realizador del cine bélico, sólo una de las muchas facetas que cultivó en una vida enteramente dedicada a la cinematografía. Tal vez, si son ustedes unos pacifistas recalcitrantes, la sola mención del término cine bélico les provoque urticaria. Les diré que el género bélico reune practicamente todos los temas y valores que todo cine realista puede contener: aventura, drama, valor, heroismo, cobardía, egolatría, fanatismo, ambición, estupidez humana, violencia, entrega, incluso humor. Y para quienes me tachen de belicista, basten unas citas del propio Fuller:
-Sobrevivir se la única gloria en la guerra.
-Si alguien pretende extraer una enseñanza o una experiencia positiva de la querra debería hacérselo mirar.
-No me interesa si la historia es occidental, oriental, de Julio César o de Marco Bruto. Me interesa la emoción, las mentiras, el engaño, que se defina qué clase de drama es. Tenemos demasiados intelectuales que tienen miedo de usar la pistola del sentido común.


Aunque ejerció como periodista desde la adolescencia, Fuller se dedicó al cine desde la aparición del sonoro. Realizó diversas actividades cinematográficas. Al principio fue escritor y guionista negro -fantasma- y al final de su vida realizó cameos como actor en películas de Wim Wenders: El amigo americano -Der amerikanische freund, 1977-, El estado de las cosas -Der stand der dinge, 1982- y El final de la Violencia -The end of violence, 1977-. Pero durante la mayor parte de su trayectoria fue realizador de films, casi todos sobre las guerras, para lo que se inspiró en sus propias experiencias en la Segunda Guerra Mundial -Verboten!- y en la de Corea -The steel helmet y Fixed bayonets-, así como los relatos de los veteranos de esas guerras. Durante el conflicto contra el Eje estuvo en el Norte de África, Italia y Normandía y sus acciones le valieron la Estrella de Bronce, la Estrella de Plata y el Corazón Púrpura.

Mark Hammil en Uno rojo...
Sam Fuller fue sin duda el cineasta más físico y carnal de su generación.
Forty guns y China gate son alguno de sus títulos bélicos más destacados de los años cincuenta, pero son posteriores las dos películas que le hicieron dejar un recuerdo imborrable en la historia del cine. La primera fue Invasión en Birmania (Merrill's  Marauder, 1962), que narra como poco más de tres mil soldados estadounidenses tienen la misión de frenar el avance hacia la India de un millón de japoneses a través de la selva birmana, que Fuller sabe convertir en algo así como un personaje de película de terror. El tratamiento de la trama y los escenarios no puede ser más atrevido y roza la abstracción en la escena en que el teniente interpretado por Ty Hardin revisa fusil en mano un insólito laberinto de rocas. Hay que esperar a 1980 para dar con su obra maestra, que disputa con Apocalypse now (Francis F. Coppola, 1979) y Senderos de gloria (Paths of glory. Stanley Kubrik, 1957)  el título de mejor película en la historia del cine bélico. Me estoy refiriendo a Uno rojo, división de choque (The big red one). Su trama abarca dos guerras: Al comienzo estamos en 1918; ante nosotros, un campo de batalla en Francia sobre el que yacen diseminados cientos de cadáveres de los dos bandos que combaten en la Primera Guerra Mundial y entre ellos un crucifijo cuyo Cristo tiene las cuencas de los ojos vacías domina la escena. Un cabo de infantería de los Estados Unidos recoge las chapas identificativas de sus compatriotas muertos. El cabo ignora que esa misma mañana se ha firmado el armisticio; la guerra ha terminado. Eso es lo que grita el soldado alemán que se acerca a él con los  brazos en alto. Pero el cabo norteamericano cree que se trata de una trampa, le mata y se guarda de recuerdo el emblema rojo, un número uno distintivo de la compañía a la que pertenecía el soldado al que acaba de matar. Veinticinco años después, en otra guerra, el uno rojo es el símbolo de un grupo de élite al  que pertenece el cabo, ahora sargento , que combate en Túnez al Afrika Korps de Rommel. El sargento - Lee Marvin- está al frente de un puñado de hombres lleno de miedo y dudas, como cualquier soldado. Desde el Norte de África a la liberación de los campos de exterminio nazis pasando por Sicilia, Normandía y Bélgica, el sargento y cuatro de sus soldados de choque vagabundean sin rumbo fijo, siguiendo el itinerario que les dictan unos superiores a quienes desprecian, sin entender nada, sometidos a menudo a situaciones grotescas. Sus vivencias están narradas visualmente con un desaliño que transforma bruscamente naturalismo en surrealismo. Podemos ver lecciones de gran cine de acción como la toma del pueblo siciliano plagado de francotiradores que Steven Spielberg copió con esmero en Salvar al soldado Ryan (Saving private Ryan, 1997), pero esa poética de la lucha se quiebra con la irrupción del niño empeñado en trasladar a su madre muerta en un ataud de cuatro asas hasta el cementerio donde reposa su padre. Personajes y momentos grotescos salpican una acción que se va volviendo más y más estilizada, hasta que nadie, ni espectador ni mucho menos soldados, sabe donde está. Nunca se nos plantea quién y por qué se combate; no veremos ni a Rommel ni a Patton, sino a unos personajes con los que no se permite identificarnos pues se mueven en un sueño. Nos encontramos con el catálogo completo de lugares comunes del cine bélico y especificamente del ambientado en la Segunda Guerra Mundial: la guerra en el desierto, los combates cuerpo a cuerpo, el desembarco en Omaha Beach -que no tiene nada que envidiar al magníficamente rodado por Spielberg-, la cobardía que se redime con un gesto heroico, el descubrimento del horror supemo, el de los campos de la muerte; la diferencia está en que estos soldados también tienen vida cotidiana: se alimentan de comida en lata, se aburren, padecen hemorroides, disfrutan como críos cuando encuentran una playa en la que bañarse y llevan muy mal el celibato impuesto por las circunstancias. Uno rojo, división de choque es una gran lección de cine, por la naturalidad con que la secuencia más sencilla se transforma en depurado ejercicio y coreografía y también por la aparción de elementos simbólicos y surreales en un escenario amueblado por objetos comunes. Esos objetos pierden el suelo al igual que los soldados pierden momentaneamente su condición cuando por ejemplo se convierten en comadronas de un parto en el interior de un tanque y los condones que les suministra el mando se convierten en guantes asépticos para la intervención; antes les habían servido  para que el agua no emtrara en los fusiles durante los desembarcos. Las sitaciones se desnudan hasta el punto que nos encontramos en plena zona cero del cine de guerra, es casi cine mudo. Los soldados hablan poco. A veces la información nos llega de la voz en off del narrador, el soldado Johnson convertido después en escritor e interpretado por Kelly Ward, o de la propaganda con que unos y otros practican la guerra psicológica contra el enemigo. El cenit de tanta estilización, surrealismo y horror es la liberación de uno de los campos de exterminio, mostrada con toda la contención imaginable, sin casi nada explícito. No vemos los cadáveres amontonados, pero sí las chimeneas de los hornos aún en marcha; no vemos los cuerpos esqueléticos, sólo las miradas perdidas dentro de sus ojos hundidos, pero toda La lista de Schindler (Schindler's list, Steven Spielberg, 1993) no transmite tanto horror. Para la historia del cine queda la escena en que el soldado Griff -un Mark Hammil en su único papel significativo fuera de Star wars- descubre a un soldado nazi escondiéndose en uno de los hornos crematorios que han estado empleándose sistemáticamente hasta el último momento. El soldado le apunta desde el interior del horno, pero Griff, que acaba de ser testigo de lo que los seres humanos son capaces, dispara y le mata, sigue y sigue disparando absurdamente una y otra vez sobre el alemán muerto. Acaba de alcanzar el mismo grado de estupefacción que su sargento viene arrastrando desde la guerra anterior. El sargento, que nadie como Lee Marvin podría interpretar con tanta frialdad aparente como aparentada, es quien da la forma circular a la película, que no deja de ser también una reflexión sobre el caracter de cíclica e inevitable escabechina a la que estamos condenados. Su recorrido le lleva al mismo campo de batalla donde en la anterior guerra mató a un soldado enemigo cuando ya se había firmado la paz. Vuelve bajo el Cristo de los ojos vacíos donde ahora le espera otra fantasmagoría: la emboscada de los soldados nazis que simulan estar muertos. Cuando todos se han vuelto mudos tras el descubrimiento de los campos, recoge a un niño moribundo con quien no intercambia una  sola palabra; le da de comer y le sigue llevando sobre los hombros cuando  llega la inevitable muerte del crío. El sargento aspira a la redención pero, como la de todos, es imposible, ni siquiera cuando se empeña en salvar la vida de un soldado alemán contra quien, como al de la otra guerra, se ha lanzado sin saber que el conflicto ha terminado. Poco importa que el enemigo se salve, no puede haber retórica de la redención.
Invasión en Birmania


Termino como empecé: Sam Fuller sabía que si de una historia de guerra se extrae una enseñanza moral es sencillamente un engaño. Sobrevivir es la única gloria que uno puede conquistar en la guerra. Con esta frase citada más arriba se cierra Uno rojo, división de choque. Se pueden encontrar grandes películas con un nítido discurso antibelicista. En Uno rojo... e Invasión en Birmania hallamos las más altas cotas alcanzadas por este g´´enero cinematográfico. No busquen en ellas antibelicismo; son cine bélico en su estado más puro, pero precisamente  por la extrema sequedad, la urgencia y el desapego con que semuestra la guerra, sus pequeñas gestas y las miserias de la vida cotidiana de la tropa, provocan en el espectador un efecto mucho más nítido de desprecio y horror ante lo que algún imbecil llamó el noble arte de la guerra.


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