En los años sesenta del siglo pasado el líder del Partido Comunista de China, apoyándose en sectores radicales, embarca a su país en una sangrienta campaña presuntamente dirigida contra la burocratización y el aburguesamiento de las élites que son intrínsecos a toda dictadura comunista, la Revolución Cultural. La excusa fue salvar la ortodoxia y conjurar las tentaciones capitalistas que con tanto entusiasmo abrazaron los sucesores de Mao. El resultado de aquella locura, además de diez millones de muertos y el afianzamiento de Mao como dictador indiscutible, fue la purga de todo lo que se consideraba intelectual -hasta un sencillo maestro- Millares fueron condenados a trabajos forzados en el campo hasta recuperar la pureza ideológica y sometidos a pantomimas de juicios a manos de tribunales populares.
A varios años y siete horas de huso horario, el Pequeño Timonel tomaba buena nota -para algo era registrador- y tenía algunas ideas: Si un parado pretende mantener el subsidio, varios meses al campo a prevenir incendios, aunque en su vida no haya plantado ni el árbol de Navidad. Y que los funcionarios no se hagan los suecos: Como el campo no da para comer, un par de veranos sirviendo copas o haciendo camas en los hoteles, e igual hay para recuperar la paga de diciembre. Cuando el Diablo no tiene qué hacer, mata moscas con el rabo.
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