El Estado moderno, que en España nace con la unificación de los reinos peninsulares, emergió de la superación del feudalismo, unificando mando y criterio en un territorio en el que los señores disponían a su antojo de vidas y haciendas. Cierto, dicho Estado fue absolutista y totalitario y pisoteó sin piedad la diferencia, pero su transformación a finales del Siglo XX en un Estado democrático trajo aparejada su lenta disolución en la nueva forma de feudalismo que es el Estado de las Autonomías y la Administración de los cuatro o más niveles. La España de hoy sufre la misma yuxtaposición de jurisdicciones del Antiguo Régimen, e idénticos parálisis y despilfarro.
Igual que entonces la posición del señor se dirigía, en disputa con el rey, al disfrute sin límites de riqueza y poder, hoy los nuevos feudos –comunidades, diputaciones, consorcios y mancomunidades-, están dominados por señoritos que mantienen un sistema clientelar en el que las fidelidades abren las puertas del castillo. Al Estado sólo se le requiere a la hora de financiar la fiesta, o de ganar el Mundial. Por eso ni la peor de las crisis ni la más airada de las indignaciones hará prosperar el debate sobre la eliminación de las diputaciones, la racionalización del panorama competencial de las autonomías o el agrupamiento de municipios.
Ahora que el Partido Popular se ha hecho con los gobiernos autonómicos, háblenles a los nuevos señores –el neofeudalismo les llama barones- de devolver competencias y será mentarles a la bicha. Díganle a Sebastián Pérez que habría que prescindir de las diputaciones y se aferrará al despacho de la quinta planta mascullando, como el Gollum de Tolkien, “¡Mi tesoro!”. Y en su defensa no sólo saldrían los escuderos premiados con cargo de confianza por sus servicios al señor; los sindicatos se apresurarían a defender con uñas y dientes los más de mil burócratas que cada Diputación dedica a no se sabe qué cosa.
La Andalucía de los EREs fraudulentos y la Extremadura del record de funcionarios son ejemplos de esas mayorías transformadas en regímenes, pero también los barones de Murcia y Valencia ganaron sus feudos y arengaron a sus huestes en guerras por el agua. La última puñalada al Estado la puso la fórmula del blindaje competencial, por la que las periferias deciden con qué parte del pastel se quedan antes de que el Estado reparta. Así vemos espacios naturales compartidos que para gestionarlos precisan de consorcios y otras entidades superpuestas, o la apropiación de las cuencas hidrográficas recogida en los estatutos de autonomía haciendo sucumbir los criterios de sostenibilidad que sólo una visión global proporciona. Nosotros, siervos de la gleba, limitémonos a pagarle el sueldo al chófer del ministro, al del consejero, al del presidente de la Diputación y al del alcalde.
Igual que entonces la posición del señor se dirigía, en disputa con el rey, al disfrute sin límites de riqueza y poder, hoy los nuevos feudos –comunidades, diputaciones, consorcios y mancomunidades-, están dominados por señoritos que mantienen un sistema clientelar en el que las fidelidades abren las puertas del castillo. Al Estado sólo se le requiere a la hora de financiar la fiesta, o de ganar el Mundial. Por eso ni la peor de las crisis ni la más airada de las indignaciones hará prosperar el debate sobre la eliminación de las diputaciones, la racionalización del panorama competencial de las autonomías o el agrupamiento de municipios.
Ahora que el Partido Popular se ha hecho con los gobiernos autonómicos, háblenles a los nuevos señores –el neofeudalismo les llama barones- de devolver competencias y será mentarles a la bicha. Díganle a Sebastián Pérez que habría que prescindir de las diputaciones y se aferrará al despacho de la quinta planta mascullando, como el Gollum de Tolkien, “¡Mi tesoro!”. Y en su defensa no sólo saldrían los escuderos premiados con cargo de confianza por sus servicios al señor; los sindicatos se apresurarían a defender con uñas y dientes los más de mil burócratas que cada Diputación dedica a no se sabe qué cosa.
La Andalucía de los EREs fraudulentos y la Extremadura del record de funcionarios son ejemplos de esas mayorías transformadas en regímenes, pero también los barones de Murcia y Valencia ganaron sus feudos y arengaron a sus huestes en guerras por el agua. La última puñalada al Estado la puso la fórmula del blindaje competencial, por la que las periferias deciden con qué parte del pastel se quedan antes de que el Estado reparta. Así vemos espacios naturales compartidos que para gestionarlos precisan de consorcios y otras entidades superpuestas, o la apropiación de las cuencas hidrográficas recogida en los estatutos de autonomía haciendo sucumbir los criterios de sostenibilidad que sólo una visión global proporciona. Nosotros, siervos de la gleba, limitémonos a pagarle el sueldo al chófer del ministro, al del consejero, al del presidente de la Diputación y al del alcalde.
Reinos de Taifas. Siglo XI y Siglo XX |