sábado, 5 de agosto de 2017

Economía "colaborativa": capitalismo corrupio

Protesta vecinal contra la invasión de pisos turísticos en la Barceloneta
Quedaron atrás las hecatombes hipotecaria y financiera que hace casi una década dieron lugar a una gran recesión económica y una crisis social sin precedentes en el llamado mundo desarrollado en lo que llevamos de siglo XXI y en la segunda mitad del XX. La propia recesión, en términos macroeconómicos, parece algo ya superado; aunque la crisis social se mantiene e incluso se ha recrudecido con más desigualdad, empobrecimiento, desprotección social, pérdida de derechos laborales y una extrema precarización del trabajo. A estas consideraciones se nos había olvidado sumar otra novedad cuyas consecuencias serán -están siendo ya- trascendentales para nuestra forma de vida: la revolución tecnológica y robótica que, aparte de poner en peligro puestos de trabajo de humanos no especializados -esto era inevitable y no es una tragedia, no volvamos al ludismo de la primera revolución industrial-, da lugar a plataformas y aplicaciones informáticas que no producen, sólo intermedian,  supuestamente entre particulares que no siempre son simples particulares, también hay fondos de inversión camuflados.

A los nuevos dueños del mundo -Google, Apple, Facebook y Amazon- que en la revolución tecnológica made in Silicon Valley sustituyeron a otros gigantes empresariales más anticuados, se suman los robots y las aplicaciones manejadas desde un teléfono móvil o una tableta, que han permitido que aparezcan y crezcan sin control marcas como Uber, Cabify, BlaBlacar, AirbnbWallapop o Deliveroo. La mayor parte de estas plataformas de intermediación o empresas estériles atrae clientes, sobre todo jóvenes, por los presuntos mejores precios y una despistadísima ilusión de rebeldía contra los negocios de siempre. Además Deliveroo y las similares Glovo y JustEat responden a un proceso de asocialización y homogeinización de las clases medias-bajas que quieren consumir pero lo quieren todo ahora,  hecho y sin salir de casa, renunciando a placeres como ir de compras o salir a comer que no saben valorar y hasta les resultan incómodos. Hablo de lo que de una forma deliveradamente imprecisa llaman economía colaborativa. Cuando comprobamos que el capitalismo especulativo de la década de 2000 genera crísis y ruina y que el capitalismo salvaje de la década de la austeridad trae pobreza y desigualdad, esta economía colaborativa que nos venden como un capitalismo cool necesita un epíteto que llegue más lejos expresando lo indomito y fuera de control: para adjetivar esta clase de capitalismo aún más feroz he pensado en corrupio, un adjetivo que no existe fuera de la expresión fiera corrupia pero que les dará una idea de por donde voy.

Las empresas de economía colaborativa entran a competir en sus respectivos sectores de actividad -transporte, logística, compraventa- autoproclamándose lo nuevo frente a los monopolios y oligopolios de viejos dinosaurios y al neoproteccionismo, aunque secretamente trabajen por convertirse en nuevos oligopolios. Hablan de compartir servicios, pero bajo ningún concepto compartirán los jugosos beneficios en juego, de los que no hablan, salvo para prometerles el oro y el moro a quienes vendan sus trastos viejos en Wallapop o alquilen su apartamento a través de Airbnb. ¿Por qué me recuerda esto tanto a las estafas piramidales?

Todos los casos no son idénticos. Ni en España ni -supongo- en otros países  hay norma alguna que prohiba a unos particulares compartir los gastos de un viaje en vehículos particulares; hacerlo, sea a través de Blablacar o de cualquier otra forma de contacto, no es competencia desleal a las empresas que transportan viajeros, siempre que el propietario del automóvil cuente con los seguros obligatorios y no supere las tarifas máximas recomendadas por la plataforma o red social, es decir, no pretenda hacer negocio; así lo ha dictaminado la justicia española. En esto, nada que objetar.

Protesta de taxistas contra la competencia de Uber
¿Quién tiene razón, si es que alguien la tiene al cien por cien, en el duro conflicto que se está dando entre el sector del taxi y las plataformas de transporte urbano Uber y Cabify, que en España ha dado lugar a manifestaciones y huelgas del sector tradicional e incluso actos de violencia? Por un lado el taxi ha sido siempre un sector refractario a los cambios donde además de especular con las licencias se producen abusos laborales con los asalariados, y por otro, si las plataformas han llegado para quedarse, ¿por qué las administraciones no hacen cumplir las proporciones de VTC y reglas de competencia que ellas mismas dictan?

Otra historia es lo que está ocurriendo con Airbnb, y merece especial atención en un país como éste en el que el 11% del PIB vive del turismo. Su estrategia de entrar sin llamar ha sido similar a la de otras plataformas colaborativas, pero esta firma se mueve en un sector muy susceptible, sobre el que unos -determinadas administraciones, partidos, asociaciones empresariales y periodistas-  son partidarios de abrir todas las puertas para, dicen, no matar a la gallina de los huevos de oro, pero la población en general, los barrios y las ciudades son quienes sufren las consecuencias de la masificación de visitantes y del turismo low cost, el de borracheras o el de cruceros de visto-y-no-visto en forma de molestias, perdida de identidad local y calidad de vida, precios prohibitivos y falta de acceso a la vivienda. En muchos casos ni siquiera son particulares para ayudarse a vivir en condiciones, sino negociantes, empresas y fondos buitre quienes sacan partido a sus propiedades con la mediación de Airbnb, que llega a permitir situaciones de ilegalidad. No me busquen apoyando o justificando a unos frikis que con la callada complicidad de la Generalitat enarbolan una bandera de turismofobia con pintadas, vandalismo y agresiones contra los turistas y quienes los traen, y que además no dan una los muy torpes -se les ve dañando inofensivos hoteles, autobuses y bicicletas, no apartamentos turísticos ilegales, segways y palos selfies-, pero tengo claro que hay que poner límites a la masificación, el urbanismo destructivo y el laissez faire ultraliberal.

Se habla ya de la uberización de la economía y con ella de la sociedad al referirse a una nueva ola de desregularización y mercantilización de bienes privados, un hipercapitalismo más competitivo que nunca al margen del mercado y el Estado.

Aquel día los repartidores de Deliveroo en Madrid no repartieron
El modelo capitalista imperante no está en condiciones de defendernos de que la robotización y la uberización del trabajo nos deje con menos empleo y de menos calidad. De hecho el fenómeno conlleva rebajas de calidad de vida, sustituye trabajo asalariado por trabajo autónomo -o falsamente autónomo como el de los repartidores de Deliveroo-, un mundo laboral en el que, para competir -fíjense en que no se habla de producir- hay que trabajar sin pausas, en cualquier momento del día o de la noche: el sueño más húmedo del capitalismo hecho realidad. Aún así los promotores y máximos beneficiarios de esta cuarta revolución industrial se ufanan de que apuestan por las energías renovables y sin carbono, sacan todo el partido a Internet como principal medio de comunicación social, descentralizan y desjerarquizan la economía y reconstruyen las relaciones humanas y los vínculos sociales... si ellos lo dicen. Pero quien crea la aplicación puede hacerlo desde cualquier sitio, a cualquier hora y durante las horas que sea preciso sin descansar, estar asegurado ni cotizar, quien la explota no tiene que afrontar cargas sociales. El conductor de Blablacar no tiene sus horas de manejo controladas en un tacógrafo como sí las tiene un conductor profesional; el repartidor de Deliveroo ha de estar todo el tiempo disponible y conectado; un piso de Airbnb no ha de cumplir normas de accesibilidad.

No me busquen en ese nuevo mercado; no uso aplicaciones de móvil, le pago mi compra a un cajero humano y no paso por una caja automática, voy a gasolineras donde un empleado me llene el depósito, no uso la máquina de check-in automático en un aeropuerto, le pido el café al camarero de un bar, no a un aparato electrónico.



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