domingo, 18 de diciembre de 2016

Guerra y paz en Macondo

Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro,
y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén
entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación,
hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta
dónde estaban los límites de la realidad.
(Gabriel García Márquez)

Una patrulla de las FARC
Cuando el 3 de octubre pasado los votantes -una minoría de los convocados- por una exigua diferencia de sufragios dijeron no al acuerdo de paz negociado por el gobierno colombiano y las FARC en Oslo y La Habana la sociología atravesaba una racha de fallos garrafales de las encuestas y las previsiones abierta en el Reino Unido con la victoria en referéndum del Brexit y que ha continuado en los EE.UU. con la victoria electoral de Donald Trump. De la mayor parte de estos fenómenos se han hecho múltiples análisis que prueban por qué no fueron tan sorpresivos, pero es curioso que en un país como el nuestro tan vinculado a América Latina no nos hayamos esforzado más en buscar explicaciones creíbles a lo ocurrido en Colombia, y menos aún desde que el premio Nobel de la Paz otorgado a Juan Manuel Santos ha disuadido a casi todos de hacerse unas preguntas cuyas respuestas no gustarán a casi nadie.

La mayoría de españoles, y no colombianos en general, no pueden explicarse que alguien pueda pronunciarse contra la paz y un medio de conseguirla que contaba con un amplio acuerdo. Cierto es que el exceso de expectativas puestas en el acuerdo sometido a plebiscito y la casi obscena manipulación de la información para obtener el sí quiero de los colombianos obligó a los promotores de la paz, tras recibir un doloroso no, a ser más humildes y a eliminar aquel aspecto de lo negociado que más rechazo causaba entre las víctimas: la impunidad para los crímenes de guerra, y a llegar a un acuerdo corregido que finalmente se firmó en Bogotá el 24 de noviembre sin tanta parafernalia y fue ratificado después por la Cámara de Representantes y el Senado de la nación,
pero lo que pocos analistas extranjeros tuvieron en cuenta en octubre es que lo que los colombianos han vivido durante más de medio siglo es una guerra de aniquilación que se ha mantenido tanto porque, además de doscientos cincuenta mil muertos y seis millones de desplazados,siempre ha habido ganadores: en primer lugar la extrema izquierda armada que son las propias guerrillas de las FARC y el ELN -esta última plenamente activa a día de hoy-, por otro lado la ultraderecha de los paramilitares auspiciados por los caciques locales y los usurpadores de tierras, ambos bandos generosamente financiados mediante el narcotráfico y ambos armados hasta los dientes por potencias y gobernantes con intereses heredados de la guerra fría. Sus respectivos botines se han medido en la superficie de tierra incautada -robada- al Estado -entre unos y otros el quince por ciento de la superficie total de Colombia-; las víctimas han sido  principalmente civiles acusados, casi siempre sin pruebas, de trabajar para el bando enemigo y campesinos cuya tierra estaba en el camino de la deseada expansión territorial. A esta alianza de facto entre contrarios se han unido después cristianos ultraconservadores que mantienen un sueño de refundación de una patria de pesadilla ubicada en algún lugar de un pasado que se creía superado.

Crimenes de los paras
Si el rechazo a los crímenes de las FARC se ha convertido en aborrecimiento a cualquier forma de paz con ellas, igualmente detestable es la utilización  porparte de los políticos del daño causado  -algo que también sabemos hacer en España- para conseguir adeptos contra los acuerdos, argumentando una gran mentira -que otros líderes podrian negociar una paz mejor-, cuando ellos no necesitan negociar paz alguna: ya han ganado la guerra. Lo prueba su sangriento boicot a la Ley de Restitución de Tierras de 2011: se cuentan ochenta asesinatos de personas que han buscado recuperar sus tierras. El rechazo a devolver lo robado está íntimamente conectado al rechazo a la paz.

Sobre esa ultraizquierda sólo diré que me niego usar para ella ese nombre de regusto romántico que es guerrilla: son simplemente una banda terrorista como ETA, las Brigadas Rojas, la Baader-Meinhoff  o Septiembre Negro cuyo fanatismo, crueldad y daño causado sólo ha superado Sendero Luminoso en América Latina, y Dáesh y las franquicias de Al Qaeda en el resto del mundo. Su guerra ha generado una cadena interminable y retroalimentada de crimen, venganza, odio y traumas personales. Si sumamos  una arrogancia tan grande como sus crímenes, entenderemos que aquellos a quienes los guerrilleros despojaron de su casa y sus familiares, secuestrados, mutilados o asesinados, no quieran oir hablar de perdón, pese a lo cual las FARC pretenden pasar por este trance sin pagar mucho por sus crímenes. Da la sensación de que Colombia quisiera imitar la transición y la evolución de España, un país que sabe mucho de impunidad.

Pero ahora la amenaza de la extrema derecha es más peligrosa, porque va a estar ahí al margen de cualquier acuerdo incluso después de que las FARC entreguen las armas y se integren a la normalidad. El terrorismo de Estado que representan los escuadrones de la muerte ya existían antes de que las FARC se echaran al monte. El paramilitarismo lo creó el presidente John Kennedy cuando en 1962 envió a Colombia una misión militar encargada de  lanzar la guerra sucia contra el enemigo interno al estilo de la teoría del dominó de aquellos tiempos de la guerra fría. Por tanto no es cierto que las actuaciones de los paramilitares sean una respuesta a las de las FARC: Ellos ya estaban ahí y no van a desaparecer cuando la banda se desmovilice; de hecho sus abogados y lo más duro y reaccionario de la cúpula militar pide a los escuadrones de la muerte que se mantengan preparados para atentar contra los comandantes guerrilleros cuando éstos se integren al sistema. Además los siguientes pasos de los paramilitares estarán condicionados por sus negocios y acuerdos con los narcos.

Ya he señalado antes que la extrema derecha cristiana ha vertido bidones de gasolina en la pira donde se quema Colombia. Sus tentáculos alcanzan todos los rincones y esferas del poder: uno de los grupos integristas más influyentes en Colombia es la fraternidad creada por el obispo francés Marcel Lefevre, excomulgado por Juan Pablo II y recomulgado por Benedicto XVI. A esta orden pertenecen funcionarios del Estado tan poderosos como el procurador Alejandro Ordóñez, famoso por intentar procesar a mujeres que abortaron siguiendo los supuestos legales en el país o recurrieron a la píldora del día después y por organizar quemas de libros -Marx, García Márquez y hasta biblias no católicas- al estilo del Berlín de 1936. Ni que decir tiene que Ordóñez fue un entregado activista del no en el plebiscito de octubre.

Santos y Uribe: eran otros tiempos
Aunque la cara del no a los acuerdos es la de un político que ha pretendido erigirse en la voz de las víctimas mientras tiene abiertos ciento ochenta y cinco procesos internacionales por delitos de lesa humanidad, y aún así su popularidad en el país no ha descendido un ápice: me refiero al presidente de Colombia entre 2002 y 2010 y actual senador Álvaro Uribe. Los éxitos macroeconómicos de su mandato no pueden silenciar las atrocidades cometidas a la sombra de este amigo de José María Aznar que puede estar entre los políticos más nefastos de América Latina: a casi 3.500 ascienden los asesinatos de Estado cuyas víctimas han sido falsamente catalogadas como guerrilleros por parte de miembros de las fuerzas armadas. Uribe alentó esta escabechina indiscriminada mediante una directiva de 2005 que promovía la caza de recompensas: ordenaba pagar casi cuatro millones de pesos por cada guerrillero muerto. El número de falsos positivos -campesinos, víctimas de la guerra, molestos rivales o gente que pasaba por allí- es incontable. Treinta dos mil personas desaparecidas en ese periodo siguen en paradero desconocido sin que nadie lo investigue; también en eso imitan a España. Un hermano del propio Uribe está siendo procesado por haber sido uno de los lideres del grupo paramilitar Autodefensas Unidas de Colombia. El mismo expresidente y senador fue alcalde de Medellín y gobernador de esta provincia en los años de esplendor del cártel que dirigía Pablo Escobar.

En Colombia los los líderes del rechazo a la paz son los ganadores de la guerra, y mientras el torturado país latinoamericano da un pso adelante y otro atrás en su merecidas aspiraciones de una vida mejor va teniendo que aprender que para que sea posible un acuerdo las partes han de ceder y que no hay acuerdo perfecto.


No hay comentarios: