Están los dos sentados, con un fondo raso detrás, en el ángulo recto que forman dos mesitas de formica marrón. Del decorado no se ve más: puede que estén en una escuela, una cantina o un local de la administración. Ella lleva un abrigo claro; en la cabeza un pañuelo de campesina. Él viste abrigo oscuro y bufanda; ha dejado en la mesa su
chapka de piel. Tienen todo el aspecto de una pareja de jubilados.
La cámara los enfoca todo el rato con pequeños zooms, adelante y atrás. No enfoca a los hombres que tienen enfrente. No se ve a un hombre que, fuera de campo, con voz colérica y monótona, acusa a los dos ancianos de haber vivido en un lujo desenfrenado, de haber matado niños de hambre, de haber cometido un genocidio en Timisoara.
Tras cada salva de acusaciones, ese procurador invisible les invita a responder; el hombre responde que no reconoce al tribunal que los juzga. La mujer, por momentos, se rebela, discute; entonces su marido, para calmarla, le coge la mano en un gesto emotivo y familiar. De vez en cuando echa un vistazo al reloj: al parecer, esperaba la llegada de tropas que les liberaran. Pero esas tropas no llegaron nunca, y así pasa media hora. Elipsis. El siguiente plano muestra sus cadáveres ensangrentados sobre el asfalto de una calle, un patio o no se sabe qué.
De esta forma contemplaba por televisión
Edvard Limónov, el protagonista de la novela de no ficción escrita por
Enmanuel Carrere, el juicio sumarísimo y la ejecución, en la Navidad de 1989, durante la caída del régimen comunista rumano, de
Nicolae Ceaucescu y su esposa
Elena Petrescu.
Limónov reconoce que eran dos criminales pero mantiene que en aquella farsa la dignidad está del lado del anciano matrimonio y resalta los gestos de ternura entre una pareja de viejecitos enamorados que la Historia nos ha retratado como dos monstruos sanguinarios.
Los abusos de la dictadura de
Ceaucescu están bien documentados y es sabido que
Elena, su esposa desde 1945, pese a ser una ingeniera química brillante, obtuvo su doctorado por métodos oscuros que costaron el puesto a más de un profesor que se negaba a pasar por el aro; la adulación que rodeaba a la pareja le proporcionó doctorados
honoris causa por todas las universidades del país. También es conocido que su distanciamiento del bloque soviético proporcionó a
Ceaucescu simpatías y agasajos en lugares insospechados y que varios dirigentes comunistas de Occidente, como el español
Santiago Carrillo, sentían prdilección por veranear en la costa del Mar Negro, en Constanza. Pero no han pasado 25 años de la caída del muro de Berlín y ya hemos fabricado una Historia a conveniencia según la cual la debacle de los gobiernos que firmaron el Pacto de Varsovia e implantaron el socialismo real fue una transición modélica a la democracia. Para ello cerramos los ojos ante imágenes desagradables como el simulacro de juício a los
Ceaucescu y cerramos los ojos para no ver ni recordar el régimen corrupto que
Ion Iliescu trajo después a los rumanos y como cinco lustros después Rumanía y Albania siguen hundidas en la pobreza y cerca del hambre. Del mismo modo nuestro egocentrismo europeo que nos hace sentirnos superiores nos colocó en el bando equivocado durante la desintegración violenta de Yugoslavia: Nos pusimos al lado del integrismo islámico de Bosnia y los neonazis y ustashis croatas;
bombardeamos Belgrado y permitimos la aberrante secesión de Kosovo-España no lo hizo por miedo al contagio en Euskadi y Cataluña, pero el daño ya era irreparable-. En fin que nos hemos fabricado una Historia que es como goma de mascar en la que el fin, una franquicia democrática homologable e idéntica en cualquier rincón del Viejo Mundo, justifica cualquier medio.