En numerosas ocasiones nuestros dirigentes nos han acusado de haber vivido en unas interminables bodas de Camacho que un buen día se acabaron -ya saben, aquel socorrido por encima de nuestras posibilidades-. Parte de razón no les faltaba, aunque ellos fueran los primeros en participar en banquetes y comilonas y en jalear el vivan los novios, indiferentes a si la bella Quiteria elegía a Camacho el rico o se contentaba con Basilio el pobre. Lo lamentable es que ahora el ministro de Hacienda y Administraciones Públicas de España pretenda invertir el orden natural de las aventuras caballerescas y, desde el fondo de la cueva de Montesinos sueñe o alucine que lo que nos aguarda son unas nuevas bodas de Camacho aún más espléndidas y generosas que las celebradas en Munera. El ingenioso hidalgo don Cristobal de Jaén quiere que todos seamos partícipes de su vesanía y veamos salarios que crecen moderadamente donde sólo hay pecunios que menguan y recortes, aunque eso le cueste posteriores rectificaciones.
No parece reparar don Cristobal en que aquellas famosas nupcias acabaron en tragedia, simulada, eso sí, y en burla. Ándese con ojo, maese Montoro, no sea que a la vuelta de la esquina aceche el monstruo que nos ha de despedazar, y que la luz al final del túnel sea la de los faros de un camión sin frenos que se aproxima a toda velocidad. Asegúrese de que la sinpar Dulcinea es en verdad hermosa princesa y no zafia aldeana, baja, regordeta y maloliente. Por favor, déjese de una vez de encantamientos y juegos de manos.
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