Solemos quejarnos de esos dinosaurios que se aferran al poder en los partidos políticos y en las administraciones públicas que éstos
controlan, y reverenciamos la juventud como si necesariamente implicara
frescura, nuevas ideas y disolviera la herrumbre incrustada en los
engranajes del sistema. ¡Qué equivocados estamos! Los partidos están
engordando con un tropel de jóvenes tan desprovistos de ideas como de
escrúpulos, para quienes nada está vedado con tal de conquistar el
poder, el interno o el público según vengan los tiempos para su
partido.
Piensen en un Partido Popular con miles de cargos a repartir tras su conquista del poder local, autonómico y estatal. Al acecho anda toda esa gente, de entre 25 y 40 años, que a menudo deja a medias su formación y renuncia a la búsqueda de un empleo para entrar en la política con un planteamiento profesional, dispuestos a vivir de ella toda la vida.
Piensen, además de los cargos electos, en esa difusa
profesión a la que se accede digitalmente y es inmune a la austeridad, la de asesor; ¡qué dentera de palabra! Se supone que elegimos a gentes
preparadas para ejercer la función que se les asigna ¿Para qué entonces
necesitan asesores? Será que a nuestros representantes políticos no le exigimos formación académica y profesional –falta de profesionalidad que
se contagia a toda la sociedad- cuando, apenas bachilleres, empiezan a
ocupar cargos con vocación vitalicia.
Entretanto en un PSOE sin puestos a repartir, salvo por los escaños de oposición, la guerra generacional es encarnizada. De un lado los dinosaurios que aspiran a jubilarse en la pomada porque no tienen empleo al que volver, porque como el Pichula Cuéllar protagonista de Los cachorros de Mario Vargas Llosa, castrado por el mordisco de un perro, están capados para la sociedad, no saben hacer otra cosa. Y empujando vienen los pipiolos que reclaman un lugar bajo los focos sin haber mostrado méritos. Mientras el aparato dirime si resucitar al muerto con felipismos o zapaterismos –lo de sustituir a Griñán por la señorita Trini es para reir por no llorar-, los jóvenes venden desde las redes una supuesta renovación 2.0 que tras la atractiva bandera de la democracia interna carece de enjundia ideológica –no se les conoció disidencia alguna mientras nos robaban la cartera-. Se comportan como unos hijos codiciosos reclamando su parte de la herencia en vida de los padres; eso sí, manejan Twitter divinamente. A los suertudos su papá con cargo público ya les inventó un organismo donde colocarles.
Entretanto en un PSOE sin puestos a repartir, salvo por los escaños de oposición, la guerra generacional es encarnizada. De un lado los dinosaurios que aspiran a jubilarse en la pomada porque no tienen empleo al que volver, porque como el Pichula Cuéllar protagonista de Los cachorros de Mario Vargas Llosa, castrado por el mordisco de un perro, están capados para la sociedad, no saben hacer otra cosa. Y empujando vienen los pipiolos que reclaman un lugar bajo los focos sin haber mostrado méritos. Mientras el aparato dirime si resucitar al muerto con felipismos o zapaterismos –lo de sustituir a Griñán por la señorita Trini es para reir por no llorar-, los jóvenes venden desde las redes una supuesta renovación 2.0 que tras la atractiva bandera de la democracia interna carece de enjundia ideológica –no se les conoció disidencia alguna mientras nos robaban la cartera-. Se comportan como unos hijos codiciosos reclamando su parte de la herencia en vida de los padres; eso sí, manejan Twitter divinamente. A los suertudos su papá con cargo público ya les inventó un organismo donde colocarles.
Los viejos políticos que han sucumbido a la corrupción lo hicieron
mediante la perpetuación en el poder, enterrando poco a poco conciencias
y valores. Muchos de estos cachorros llegan sin pastilla de frenos
ética y triscan a gusto en el fango. Son jóvenes y preparados para
trincar.
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