Isla de los perros
Pasé la pasada semana en Londres. Volver allí siempre me alegra el día así que desoigo las desesperadas protestas de mi cartera -maletas vacías en la ida para llenarlas al regreso sin superar los quince kilos que Ryanair te permite facturar-. Lo cierto es que este fin de semana cualquier lugar era bueno para ir excepto Madrid, donde el hedor a sacristía cerrada, bocata de chorizo masticado en el interior de un autocar, intolerancia, superstición y fanatismo se te adhería de forma indeleble al cuerpo. A nadie le importa el aborto en Londres y era la extraña muerte del cantante de Boyzone en Mallorca la comidilla de los garitos del Soho. Además, mi cartera estaba más segura en Londres que en Madrid, con tanta gente del PP cerca.
Esta vez decidí acercarme a un distrito que antes sólo conocía por su impacto en el skyline londinense, los Docklands y el complejo financiero de Canary Wharf. Me fascina la arquitectura contemporánea y salí del metro fotografiando sin descanso las moles del corazón económico de Inglaterra. Me fijaba en su belleza futurista, en el cristal y el acero cortando el aire, pero la realidad de dónde estaba realmente se me reveló en forma de un tipo de casi dos metros de alto y uno de espalda que me preguntaba por qué hacía fotografías, qué hacía en Canary Wharf, a qué me dedicaba, y que me hizo enseñarle todas las fotos que guardaba en la cámara. Como tras el susto inicial no hice mucho caso y seguí con mis fotos, tuve varios encuentros más con hombretones como aquél, uniformados, con chalecos antibalas, armados como policías pero que no eran policías sino la Canary Wharf Security, empleados de Siemens, una guardia pretoriana del capitalismo que custodia su sancta sanctorum y te explica que para hacer fotos allí necesitas un permiso incluso en plena calle. No dejaba de ser una contradicción que durante uno de esos encuentros un avión volara casi rasante sobre nuestras cabezas –no hay limitaciones que prohíban sobrevolar Londres como sí las hay en Nueva York y otras ciudades desde el 11-S- y aquello se considerara menos amenazador que un turista español haciendo fotos. En el British Museum puedes hacerlas incluso con flash, y nadie te registra la mochila, y en esos mismos días cincuenta activistas de Greenpeace lograron encaramarse a los tejados de las Houses of Parliament, burlando todas las medidas de seguridad en la sede de la Cámara de los Comunes para exigir medidas contra el cambio climático, pero la sede de Lehman Brothers, cuya codicia alimentó la crisis que padecemos, es más valiosa, ha de estar bien protegida.
Londres ha sufrido atentados sangrientos pero ocurrieron en el metro, las calles y los autobuses, los padecieron los ciudadanos, no los imperios financieros de la City y los Docklands. Para blindarse en sus rascacielos muy claro deben tener hoy los responsables del Credit Suisse, HSBC, Citigroup, Morgan Stanley, Bank of America, Metrovacesa o Barclays de que no es respeto y admiración lo que despiertan entre el personal. Saliendo de la Isla de los Perros pienso en cómo ese lugar cambió del tráfico de contenedores al de capitales; de zona portuaria, canalla y maleva, a santuario de un mal mucho más temible; de centro de la marinería y la tradición corsaria de Inglaterra a refugio de una nueva piratería. Allí en los Docklands y en la City están los bufetes de abogados que se enriquecen intermediando en los secuestros de barcos que somalíes muertos de hambre, a los que sí llamamos piratas, realizan para ellos. Allí es donde debería Carme Chacón enviar a sus soldaditos para rescatar a los atuneros españoles.
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