En vano busco en Internet un vídeo que me impresionó en un pase fugaz por el canal 24 horas de TVE. No había título ni créditos, tan solo un logotipo que lo vinculaba a los 60 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El corto está protagonizado por unos niños palestinos que, con pistolas de juguete, pretenden rodar una película de acción. A falta de cámara para grabarla, interpretan su escena de gangsters y ajustes de cuentas frente al videoportero de una residencia acomodada de Cisjordania, pero descubren decepcionados que dicho artilugio ni graba ni tiene cinta. Buscan entonces la cámara que tienen más a mano, una de las que vigilan el odioso muro tras el que los israelíes confinan a los palestinos. Frente al muro los niños se amenazan, insultan y apuntan con sus armas de plástico imitando a matones de película. Cuando una tanqueta del Ejército israelí se les aproxima, ingenuamente piensan que los soldados les traen la cinta que la cámara ha grabado.
Los reclutas eran jóvenes e inocentes cantando en sus tanques camino de Beirut. Ingenuos y encantados cuando, para pasar desapercibidos, les transportaban hacia la invasión en barcos de recreo o al bañarse en las playas libanesas, antes atestadas de turistas. Vals para Bashir, inesperado documental israelí de animación que triunfó en Cannes y que tendrán que buscar en Internet –esos exhibidores que tanto se quejan del daño que les hacen las descargas no se han interesado en traerla a los cines andaluces-, habla de la pérdida de la inocencia, de cómo los adolescentes se convierten sin darse cuenta en asesinos y de la memoria selectiva que oculta los recuerdos incómodos. El protagonista, soldado israelí en la Guerra del Líbano, rastrea veinte años después los recuerdos que su mente bloquea, los de la complicidad del Ejército de Israel en la matanza de Sabra y Chatila. Su memoria ha enterrado a la conciencia en un oscuro desván.
Hace unos años estuve en Israel. Eso no me llevó a simpatizar con los extremistas judíos, -hoy resulta difícil distinguir Israel de extremismo judío- pero sí fui comprensivo con todo ese argumentario sobre el derecho a defenderse y la democracia acosada que a Israel y a tantos periodistas y políticos occidentales les sirve de excusa para cualquier atrocidad. Mi ingenuidad y ese conocimiento selectivo que discrimina lo que no interesa se fueron desmoronando ante lecturas como La limpieza étnica de Palestina de Ilan Pappé y, por supuesto, ante la inmensidad de lo ocurrido en Gaza. Pero para la mayoría ese cómodo olvido funciona; esta vez no han hecho falta veinte años, tres meses después ya nadie quiere recordar Gaza. Y no me hablen de la ingenuidad de unos jóvenes soldados enviados a matar, cuando les vemos lucir esas camisetas en las que han imprimido la imagen de una mujer palestina embarazada y la frase “Un disparo, dos muertos”.
Los reclutas eran jóvenes e inocentes cantando en sus tanques camino de Beirut. Ingenuos y encantados cuando, para pasar desapercibidos, les transportaban hacia la invasión en barcos de recreo o al bañarse en las playas libanesas, antes atestadas de turistas. Vals para Bashir, inesperado documental israelí de animación que triunfó en Cannes y que tendrán que buscar en Internet –esos exhibidores que tanto se quejan del daño que les hacen las descargas no se han interesado en traerla a los cines andaluces-, habla de la pérdida de la inocencia, de cómo los adolescentes se convierten sin darse cuenta en asesinos y de la memoria selectiva que oculta los recuerdos incómodos. El protagonista, soldado israelí en la Guerra del Líbano, rastrea veinte años después los recuerdos que su mente bloquea, los de la complicidad del Ejército de Israel en la matanza de Sabra y Chatila. Su memoria ha enterrado a la conciencia en un oscuro desván.
Hace unos años estuve en Israel. Eso no me llevó a simpatizar con los extremistas judíos, -hoy resulta difícil distinguir Israel de extremismo judío- pero sí fui comprensivo con todo ese argumentario sobre el derecho a defenderse y la democracia acosada que a Israel y a tantos periodistas y políticos occidentales les sirve de excusa para cualquier atrocidad. Mi ingenuidad y ese conocimiento selectivo que discrimina lo que no interesa se fueron desmoronando ante lecturas como La limpieza étnica de Palestina de Ilan Pappé y, por supuesto, ante la inmensidad de lo ocurrido en Gaza. Pero para la mayoría ese cómodo olvido funciona; esta vez no han hecho falta veinte años, tres meses después ya nadie quiere recordar Gaza. Y no me hablen de la ingenuidad de unos jóvenes soldados enviados a matar, cuando les vemos lucir esas camisetas en las que han imprimido la imagen de una mujer palestina embarazada y la frase “Un disparo, dos muertos”.
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