Una carta a la directora publicada hace unos días por éste y otros periódicos de Granada ponía en cuestión con solidísimos argumentos ecológicos y antropológicos la necesidad de cerrar el Anillo de Circunvalación de Granada. Echaba de menos el autor voces disidentes frente a lo que se da por consensuado e incuestionable sin que se consensue ni se someta al parecer de la ciudadanía.
Ha sido leer esa valiente carta, ver la ciudad machacada, intransitable y hostil y oír las quejas de los agraviados lo que me anima por fin a decirlo: Odio el Metro; deseo que cierren los túneles del Camino de Ronda, repongan árboles y setos, se lleven esas espantosas máquinas al infierno de donde vienen, que olvidemos para siempre ese costoso capricho de la Junta de Andalucía que está trayendo más calamidades que ventajas y que aún ha de cosechar la antipatía de muchos más granadinos.
Pero que necesitamos el Metro y que es la única alternativa al caótico tráfico que padecemos se ha convertido en dogma de fe. Aunque su única línea sólo mejore la movilidad de una pequeña parte de la población del Área Metropolitana y apenas sea útil a la de la capital; aunque vaya a ser lento y caro, aunque no comunique con la zona comercial y administrativa del centro. Nadie disiente.
En esta fe el Ayuntamiento de Granada ha sido declarado herético, pese a ser la única administración que ha aportado cordura. El Metro de la Junta no conectaba con el ferrocarril hasta que el Ayuntamiento lo exigió. Gracias al Ayuntamiento la línea se soterra en Camino de Ronda, pero eso no es suficiente, visto el estrago que el trenecito en superficie está causando en los espacios públicos del Zaidín, y aún por ver cómo destruye los Paseíllos de Fuentenueva.
Lo único razonable sería que la cosa circulara bajo tierra durante todo su trayecto urbano, pero eso es caro y la Junta no son los Reyes Magos aunque haya un Gaspar entre ellos. Los sumos sacerdotes del Metro nos han tenido en la inopia; han callado hasta que el daño está hecho y en el Zaidín ese perjuicio es grande. Ahora los dueños de las terrazas de la Carretera de la Zubia descubren que el metro les trae la ruina; los padres y madres del Sierra Nevada sabrán pronto que sus hijos deberán cruzar las vías al salir del colegio, los vecinos de la Zubia y Gójar no tendrán metro, pero se encontrarán con él en su ya dificultoso tránsito hacia el centro de Granada. Los vecinos ven cómo se destruyen fuentes, glorietas, paseos y zonas de esparcimiento. La paradoja es que están siendo las zonas peatonales y los espacios públicos las víctimas de este transporte público tan sostenible. Los inconvenientes no son sólo los que implican las obras. Cuando éstas acaben la ciudad seguirá pagando un alto peaje a un medio de transporte que no soluciona sus problemas de movilidad. ¿Habrá merecido la pena?