Fotograma final de la película El jardinero fiel |
Fue hace ya tiempo -si no recuerdo mal en otoño de 2004-. Me tocó cubrir el Congreso de la Sociedad Española de Medicina Interna, que reunió en Granada a tres mil médicos. En la conferencia de prensa de presentación, después de los principales organizadores, intervino el científico valenciano Bernat Soria que por entonces aún no era ministro de un gobierno socialista y, por lo tanto, no había sufrido la campaña de difamaciones por parte del periodista de extrema derecha Arcadi Espada que se demostró llena de falsedades. Por entonces Soria seguía en su exilio andaluz forzado por la persecución del gobierno Aznar y el búnker ultracatólico a la investigación en embriología. Lo cierto es que aquella conferencia de prensa acabó en debate entre Bernat Soria y Rolf Steuli -un debate hurtado por el segundo, pues el valenciano ya había marchado a presentar su ponencia cuando el suizo intentó desmontar todos sus argumentos ante los medios de comunicación españoles-. Streuli, valedor del lobby europeo de las industrias farmacéuticas y posterior presidente de PharmaPro, hizo sentir el largo brazo de este conglomerado patronal defendiendo que sus esfuerzos y su dinero -los suyos y los públicos- vayan a la mejora de los tratamientos a pacientes crónicos antes que a intentar curarlos con costosos programas como los surgidos de la investigación con células madre -"la medicina está para tratar, no para curar", dijo textualmente-. Antes Soria había vaticinado que las primeras aplicaciones clínicas de las células madre servirían para combatir enfermedades raras que entonces -ni aun hoy la mayoría- no tenían tratamiento conocido y sólo después llegarían alzheimer, diabetes o parkinson... A la poderosa industria del fármaco le traen al fresco las dolencias raras; no son un mercado. En cuanto a otras más frecuentes -y rentables- ¿se resignarían los laboratorios a quedarse sin millones de pacientes diabéticos? No, mejor que se queden como están, con sus vidas dependiendo de los fármacos que ellos fabrican y comercializan. Los organizadores del congreso, bien untados por el negocio de la enfermedad -hubo más presentaciones de nuevos compuestos que ponencias, como es habitual en estas reuniones-, decían amén a sus patrocinadores, miraban con suficiencia a aquellas autoridades que osaban mantener que los medicamentos genéricos no sólo son más baratos sino a menudo más fiables que las marcas y describían a la industria del comprimido y la inyección -¡y el supositorio!- como una beatífica hermandad que invierte mucho dinero y muchos años en experimentar con un producto antes de sacarlo al mercado.
He recordado este episodio del pasado -¿?- al tener noticia de Sick Sick Sick, la campaña de la asociación Salud Por Derecho que reclama medicamentos para todos y que denuncia que en la actualidad y en todo el mundo una de cada tres personas no tienen acceso a los medicamentos que necesita, lo que lleva a exigir de las empresas farmacéuticas prácticas más humanas y más honestas: es imprescindible bajar el precio de los fármacos, investigar enfermedades sea ono rentable su tratamiento -una sociedad sana siempre lo es-, revelar los datos de estas investigaciones y qué porcentaje de ellas se paga con fondos públicos. Para ilustrar la crueldad e injusticia de este sistema farmacéutico Salud Por Derecho ironiza simulando un concurso -"Sick Sick Sick" es su nombre- en el que tres participantes luchan para conseguir un medicamento que trate y cure su enfermedad y un jurado decide quien gana, es decir, quien tiene la oportunidad de curarse. Elresto, mejor no pensarlo. Juzguen ustedes:
El control férreo de las patentes por parte de las farmacéuticas es uno de los pilares de este sucio negocio: no sólo se patenta el producto final; también el principio activo, lo que, con la colaboración de las distintas legislaciones, prohibe que pueda comercializarse un genérico hasta veinte años después de que salga al mercado el producto de marca. Este oligopolio de las patentes explica los astronómicos precios: los fármacos efectivos para el tratamiento de dolencias graves como cáncer, sida o hepatitis C se venden al sistema sanitario a precios que representan entre cien o mil veces su coste de fabricación, lo que dispara la factura sanitaria que pagamos todos y amenaza con hacer insostenibles los sistemas públicos de salud, que se ven obligados a recortar personal y medios para poder pagar la desorbitada factura farmacéutica. La explicación que dan las empresas -necesitan beneficios para reinventirlos en investigar nuevos remedios- es más falsa que Judas: la industria farmacéutica sólo invierte en I+D un uno por cien de lo que gana; esa investigación se la pagan los estados, bien en educación yformación de investigadores altamente cualificados o bien en financiar directamente los proyectos. Parte de estosén últimos también los pagan mecenas privados que nada tienen que ver con el negocio farmacéutico. Así secierra el círculo: les pagamos a estas empresas la búsqueda e invención de productos que, envasados y con marca, nos venderán ellas mismas a precios estratosféricos.
Además de estas firmas que fabrican determinados principios activos y los convierten en fármacos que patentan y venden, existen otras que no fabrican nada; ompran las patentes y especulan con ellas, obteniendo ganancias multimillonarias: Gilead Sciences, a pesar de su nombre, no ha inventado ni fabrica nada, ni siquiera el Sofosbuvir, el fármaco más efectivo contra la hepatitis C; lo ha patentado y vende a precios inaccesibles las grajeas de Sovaldi, que lo contienen. Estos abusos de la industria provocaron grandes movilizaciones en 2014. Un caso aún más famoso de especulación con medicamentos es el del estadounidense Martin Schkrelli, director ejecutivo de Turing Pharmaceuticals, un auténtico sociópata que, cuando se le han pedido cuentas por sus maniobras para multiplicar por cinco mil el precio de algunos medicamentos contra las inmunodeficiencias cuyas patentes acababa de comprar, su respuesta ha sido "son legales, se llama capitalismo" (¡viva el mal, viva el capital!)
Si han leido El jardinero fiel de John Le Carré o visto su adaptación cinematográfica (The constant gardener. Fernando Meirelles, 2005) sabrán cómo se las gastan la industria farmacéutica y cómo puede tener a sueldo administraciones, bufetes y hasta sicarios para frenar en seco a quién ose obrtaculizar sus maquiavélicos planes. Y como se estarán dando cuenta de que el acaparamiento y defensa a ultranza de la ptopiedad intelectual habrán comprendido que vengar el final de personajes como los que interpretaban Ralph Fiennes y Rachel Weist pasa necesariamente por saltarse a la torera las leyes que defienden esos derechos sobre las patebtes. Y puesto que adquirir genéricos a través de Internet no es seguro, habría que optar por formas de piratería que burlen el sistema de patentes farmacéuticas establecido... y a quien le pique, que se rasque.
El control férreo de las patentes por parte de las farmacéuticas es uno de los pilares de este sucio negocio: no sólo se patenta el producto final; también el principio activo, lo que, con la colaboración de las distintas legislaciones, prohibe que pueda comercializarse un genérico hasta veinte años después de que salga al mercado el producto de marca. Este oligopolio de las patentes explica los astronómicos precios: los fármacos efectivos para el tratamiento de dolencias graves como cáncer, sida o hepatitis C se venden al sistema sanitario a precios que representan entre cien o mil veces su coste de fabricación, lo que dispara la factura sanitaria que pagamos todos y amenaza con hacer insostenibles los sistemas públicos de salud, que se ven obligados a recortar personal y medios para poder pagar la desorbitada factura farmacéutica. La explicación que dan las empresas -necesitan beneficios para reinventirlos en investigar nuevos remedios- es más falsa que Judas: la industria farmacéutica sólo invierte en I+D un uno por cien de lo que gana; esa investigación se la pagan los estados, bien en educación yformación de investigadores altamente cualificados o bien en financiar directamente los proyectos. Parte de estosén últimos también los pagan mecenas privados que nada tienen que ver con el negocio farmacéutico. Así secierra el círculo: les pagamos a estas empresas la búsqueda e invención de productos que, envasados y con marca, nos venderán ellas mismas a precios estratosféricos.
Además de estas firmas que fabrican determinados principios activos y los convierten en fármacos que patentan y venden, existen otras que no fabrican nada; ompran las patentes y especulan con ellas, obteniendo ganancias multimillonarias: Gilead Sciences, a pesar de su nombre, no ha inventado ni fabrica nada, ni siquiera el Sofosbuvir, el fármaco más efectivo contra la hepatitis C; lo ha patentado y vende a precios inaccesibles las grajeas de Sovaldi, que lo contienen. Estos abusos de la industria provocaron grandes movilizaciones en 2014. Un caso aún más famoso de especulación con medicamentos es el del estadounidense Martin Schkrelli, director ejecutivo de Turing Pharmaceuticals, un auténtico sociópata que, cuando se le han pedido cuentas por sus maniobras para multiplicar por cinco mil el precio de algunos medicamentos contra las inmunodeficiencias cuyas patentes acababa de comprar, su respuesta ha sido "son legales, se llama capitalismo" (¡viva el mal, viva el capital!)
Martin Schkrelli, el rostro del mal |
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