Atentado del Domingo de Ramos en una iglesia copta
Khalid Massood, el terrorista que causó seis muertos y decenas de heridos el pasado 23 de marzo en el puente de Westminter y en las inmediaciones del Parlamento de Londres -donde finalmente fue abatido-, se crió en Birmingham con el nombre de Adrian Russell hasta que se convirtió al islam con el que sería su nombre definitivo mientras trabajaba en Arabia Saudí como profesor de inglés. Y claro, Russell o Massood, como prefieran, en dicha monarquía no se convirtió al sufismo o a cualquier forma de islam tolerante, sino a la predominante en Arabia Saudí, el reaccionario y fanático wahabismo, la corriente integrista y violenta de esa religión, la que importó el autodenominado Estado Islámico y que, mientras el Corán proclama el respeto a las religiones del Libro, considera un apóstata merecedor de la muerte a cualquier musulmán que no comparta su visión sectaria, además de a los infieles, como los 44 cristianos coptos asesinados por Dáesh en Egipto durante la misa del Domingo de Ramos -salvo a aquellos infieles con los que se hace negocio-. Los españoles estamos entre esos infieles: Vendemos, compramos y armamos al criminal régimen saudí sin que se nos caiga la cara de vergüenza.
La corona, las empresas españolas de infraestructuras y esa ocurrencia llamada Marca España están dispuestas a reir cualquier gracia a los Al Saud si en ello ven cualquier ocasión de hacer caja. La que nos venden como inversión estrella de España en el territorio saudí, el tren de alta velocidad proyectado entre Medina y La Meca, además de que puede ser inviable por las condiciones climáticas extrenas del desierto arábigo, amenaza con costarnos un dineral a los bolsillos españoles por las temerarias expectativas de negocio de las empresas inversoras y su más que probable rescate por el Estado.
Éstas sí que son amistades peligrosas, pero qué importa mientras den dinero.
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