Silencio |
Probablemente no se haya dado un caso similar en la historia del cine de masivo y casi unánime apoyo -a la búlgara, se diría en términos políticos-. En esto se muestran de acuerdo la crítica y el público entendido o que se da ínfulas de serlo. Todos adoran al italoamericano de 75 años Martin Scorsese como el mayor genio vivo del llamado séptimo arte. Su importante aportación a la presevación del material fílmico en deterioro a través de la organización The Film Institute que preside contribuye a iluminar el aura de santidad que le rodea, y encima el hecho de que hasta Infiltrados (The departed, 2006) el Óscar a la mejor película le fuese esquivo le situó como el gran incomprendido de la industria de Hollywood. La Academia quiso resacirle haciendo que el premio se lo entregaran sus amigos Francis Ford Coppola, George Lucas y Steven Spielberg. La tesis -muy personal- que pretendo mantener contra el mundo es que Martin Scorsese es uno de los cineastas más sobrevalorados de la historia. Me mueve a defender tal cosa la llegada a España de su película más reciente, Silencio (Silence, 2016) y sé perfectamente que me lloverán hostias como panes.
De Niro y Keytel en Malas calles |
En los años que siguieron Martin Scorsese firmó dos buenas películas de ambiente mafioso, Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) y Casino (1995) -la citada Infiltrados, una de sus indiscutibles. llegó ya en el nuevo siglo-, pero también dirigió una mediocridad como Al límite (Walking out dead, 1999) y dos de los grandes castañazos de su carrera, ambas con guión adaptado cuyos originales confieso no haber leído: las soporíferas La última tentación de Cristo (The Last temptation of Christ, 1988) y La edad de la inocencia (The age of innocence, 1993). La primera se vio beneficiada por el escándalo montado por grupos de cristianos integristas: personalmente sólo me quedo de ella con la música compuesta para la ocasión por Peter Gabriel y que Scorsese apenas utilizó. No me es menos antipática Kundun (1997) -¿Se nota mucho mi alergia por la mística orientalizante, pacifista y new age?.
Si hay algo que definitivamente no ha funcionado - a mi modesto entender- en la carrera de Scorsese son sus colaboraciones con Leonardo di Caprio; su relación se redimió en El lobo de Wall Street (The wolf of Wall Street, 2013), magistral por ambas partes e injustamente ninguneada en la ceremonia de los Óscar de 2014, pero es que antes habíamos sufrido la insoportable Gangs of New York (2002) y las fallidas El aviador (The aviator, 2004) y Shutter Island (2010).
En
el haber de Scorsese hay que apuntar que antes de El lobo de Wall Street se atreviese a entregar una estupenda marcianada, Hugo (2011), de aventuras y en 3D, nada menos.
Llegados a este punto es obligado detenerse en otra importante faceta de la carrera de Scorsese, la de documentalista musical; en pocas de las películas de ficción de este melómano falta el rock, pero no olvidemos que ha dirgido grandes documentales tanto de conciertos como biográfigos: Woodstock, 3 days of peace and music (1970), The last waltz (1978), No direction home: Bob Dylan (2005) y Shine a light (2008) son los más conocidos; pero tampoco hay que olvidar su importante papel de divulgador con la serie de documentales que produjo para televisión The Blues, a musical Journey (2003), a la que siguió la publicación de varios discos recopìlatorios dedicados al género.
Pero inevitablemente tenemos que llegar al duro presente, y lo último de Scorsese que ha llegado a nuestras pantallas se llama Silencio. Tratándose del trabajo de un santo en vida no le podían faltar entusiastas, pero tengo que mantener -y no soy el único- que es una verdadera tortura soportar sin morir en el intento sus tres horas de tedio, pretenciosidad y sus ambiciones de trascendencia que, por supuesto, nos retrotraen a aquel espanto titulado La misión (The mission, Roland Joffe, 1986), para más inri sin la música de Morricone.
Aunque no sé para qué me molesto; a Scorsese se le aplaude todo. Lo dicho al principio: me lloverán hostias como panes.
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