Tras la elección de Margaret Thatcher como primera ministra del Reino Unido en la primavera de 1979, el desempleo se triplicó, después de que ya ocurriera lo mismo -también con la inflación- durante el trienio anterior liderado -es un decir- por el laborista James Callahan. En el caso de la Iron lady, hasta 1982 el paro paso de 1,2 millones a 3,6 millones de personas, y se mantuvo por encima de los tres millones hasta 1986. A lo largo del mismo periodo de la revolución conservadora, el número de parados de larga duración aumentó hasta superar el millón de personas. Se calculó que había treinta y cinco personas compitiendo por cada vacante. Durante este periodo también se reemplazó el empleo a tiempo completo por trabajos a tiempo parcial y cursos universitarios -muchos igualmente a tiempo parcial- que supuestamente servirían para reconvertir la mano de obra, con el fin de situarla a la altura de los requisitos del nuevo orden económico. A lo largo de este periodo las estadisticas gubernamentales se politizaron más que nunca; con veintinueve cambios en la forma de calcular las cifras de desempleo se consiguió que, en la práctica, fuese imposible establecer el total real. Cientos de millares de personas desaparecieron de las listas del paro, con lo cual cada vez era más difícil acceder a subsidios y, además, sólo se contabilizaba como auténticos parados a quienes los percibían, en lugar de contabilizar a todos los solicitantes ¿les suena?
(datos extraídos de la novela de Irvine Welsh Skagboys -Ramdom House 2012, Anagrama 2014-).
La cartilla del paro británica (la célebre UB40) |
El citado ejemplo histórico del thatcherismo demuestra que una y otra vez la prepotencia y la autoconfianza de estos alumnos y herederos de la Escuela de Chicago se estrella de bruces con la terca realidad. Claro que cuando el inevitable fracaso queda patente, queda el recurso de falsear las cifras, como en la Gran Bretaña de Maggie, o de culpar a una herencia recibida muy difícil de asumir, igual que en la España de Mariano. Ellos no tienen la culpa de que la realidad sea tan irredenta y no se amolde a sus infalibles recetas. Aún hay muchos -también en nuestro país- que se tragan y repiten como papagayos el cuento de que, si las limpias de corrupción, las derechas son más eficaces, al menos en la gestión económica. Citan el milagro de la era Aznar olvidando, o ignorando, la privatización de empresas públicas regaladas a amiguetes o aquella nefanda Ley del Suelo que convirtió toda tierra en urbanizable dando lugar a la burbuja inmobiliaria.
Está todo meridianamente explicado en el documental de Michael Winterbottom La doctrina del shock (The shock doctrine, 2009) y en el libro homónimo de Naomi Klein que lo inspira (2007).
Los partidarios de esa carnicería económica y social siguen firmes en sus mandamientos: desregulación de las relaciones laborales, fobia e implacable persecución a los sindicatos, férreo control de salariosy prestaciones, privatización de empresas, externalizacion y recorte sistemático de los servicios sociales, promoción de los planes de pensiones, sanidad y enseñanza privadas, adelgasamiento del estado hasta el extremo que sólo le quede aliento suficiente para subvencionar y salvar a la libre empresa, derogar cualquier obstáculo a la libre competencia salvo el monopolio y el oligopolio privados. Su santoral lo forman entre otros Margaret Thatcher, Henry Merrit Paulson -secretario del Tesoro de Richard Nixon y George W. Bush- y el psiquiatra Ewen McGregor, pero su dios supremo e infalible es Milton Friedman, un Nobel de Economía tan merecido como el de la Paz de Henry Kissinger.
En la España de hoy, además de las políticas del gobierno Rajoy -las adoptadas al dictado de la troika y las de iniciativa propia-, tenemos bastantes ejemplos de estos hartibles que, a través de medios de comunicación que les pagan generosamente, ejercen de modernos evangelistas del capitalismo sin domesticar, todo su santoral y sus páginas de Linkedin: Daniel Lacalle, Juan Ramón Rallo, Carlos Rodríguez Braun... Dios los confunda aún más. Se les llena la boca con la palabra libertad: libertad para despedir. libertad para competir pagando sueldos sudasiáticos, libertad de matricular a los niños en caros colegios privados sostenidos con dinero público, libertad de no pagar impuestos e irse de rositas, Libertad Digital... y dale con la misma matraca.