Se llama Abu Bakr al-Baghdadi; se hace llamar califa de lo que también se autodenomina Estado Islámico, cuya existencia ningún otro país, ni civilizado ni silvestre, reconoce. Su caso recuerda al de Napoleón quien, tras arrebatarla de las manos del Papa, se impuso a sí mismo la corona imperial. Un papa -es decir, un portavoz de la falsa verdad- es precisamente lo que ambiciona este Al-Baghdadi colocar entre sus trofeos de caza, aunque sean cuales sean las aspiraciones de este personaje y sus fanatizados acólitos, que han querido dejar atrás en crueldad y barbarie a las huestes del finado Osama Bin Laden, su futuro parece tan incierto como el del desaparecido mulah Omar.
Sin embargo, el exacerbado fanatismo de sus fieles no puede ser motivo de tranquilidad para este califa, a quien no faltarán maquiavélicos visires que, como Iznogud, conspiren para ser el califa en lugar del califa. De momento sólo el ejercicio férreo del terror y la persecución contra quienes disientan de un Corán leído con ojos inyectados en sangre constituyen la argamasa de ese Estado Islámico; eso y el más o menos encubierto apoyo de algunas potencias regionales como Catar -paraíso de nuestros futbolistas millonarios-, la Turquía de Erdogan, hasta hace poco el Egipto de Mursi y quién sabe si el wahabismo saudi cuyos príncipes son tan queridos por nuestra monarquía. Argumentos, además del tradicional victimismo musulman, se los ha dado en abundancia la represión contra los suníes ejercida por el depuesto Al Maliki. En un reciente artículo Juan Goytisolo destacaba las inteligentes jugadas del sirio Bachar Al Assad, primero renunciando a su inútil arsenal químico y en la actualidad presentándose ante Estados Unidos como un mal menor que, con todos sus abusos y arbitriariedades, es preferible a los bárbaros que le combaten, a quienes la exsecretaria de Estado Hillary Clinton a toda costa quería armar. Pese a quien pese y nos guste o no, hoy por hoy los regímenes de Siria e Irán son los últimos diques de contención frente al avance del yihadismo.
Pero nos cuesta tanto ser conscientes del peligro de esa yihad y ese Estado Islámico. Sus crucifixiones de infieles y sus matanzas en masa de combatientes enemigos parecen no afectarnos. Poner bajo sospecha a unos musulmanes es algo que no nos atrevemos a hacer por miedo a que nos tachen de racistas. Es bien reciente el caso de la red pakistaní que sometía y prostituía a cientos de menores ante las narices de los pusilánimes policías y fiscales de Roterham. Es loable que los progresistas españoles y de todo el mundo clamen que sen sometidos a la Justicia los asesinos de José Couso, pero al mismo tiempo no pueden guardar silencio ante la ejecución de Jim Foley y el secuestro de Steven Sotlof. No parece políticamente interesante preocuparse por estos periodistas víctimas del Estado Islámico como tampoco hubo airadas reacciones internacionales cuando los talibanes y los servicios de inteligencia pakistaníes acabaron con Daniel Pearl. En Irak y en Siria alguien tiene que dejárselo claro a estos poseedores de la única verdad, también el ruido de las bombas si no basta la ancestral sabiduría de los yazidíes: Así no habló Zaratustra.
Sin embargo, el exacerbado fanatismo de sus fieles no puede ser motivo de tranquilidad para este califa, a quien no faltarán maquiavélicos visires que, como Iznogud, conspiren para ser el califa en lugar del califa. De momento sólo el ejercicio férreo del terror y la persecución contra quienes disientan de un Corán leído con ojos inyectados en sangre constituyen la argamasa de ese Estado Islámico; eso y el más o menos encubierto apoyo de algunas potencias regionales como Catar -paraíso de nuestros futbolistas millonarios-, la Turquía de Erdogan, hasta hace poco el Egipto de Mursi y quién sabe si el wahabismo saudi cuyos príncipes son tan queridos por nuestra monarquía. Argumentos, además del tradicional victimismo musulman, se los ha dado en abundancia la represión contra los suníes ejercida por el depuesto Al Maliki. En un reciente artículo Juan Goytisolo destacaba las inteligentes jugadas del sirio Bachar Al Assad, primero renunciando a su inútil arsenal químico y en la actualidad presentándose ante Estados Unidos como un mal menor que, con todos sus abusos y arbitriariedades, es preferible a los bárbaros que le combaten, a quienes la exsecretaria de Estado Hillary Clinton a toda costa quería armar. Pese a quien pese y nos guste o no, hoy por hoy los regímenes de Siria e Irán son los últimos diques de contención frente al avance del yihadismo.
Pero nos cuesta tanto ser conscientes del peligro de esa yihad y ese Estado Islámico. Sus crucifixiones de infieles y sus matanzas en masa de combatientes enemigos parecen no afectarnos. Poner bajo sospecha a unos musulmanes es algo que no nos atrevemos a hacer por miedo a que nos tachen de racistas. Es bien reciente el caso de la red pakistaní que sometía y prostituía a cientos de menores ante las narices de los pusilánimes policías y fiscales de Roterham. Es loable que los progresistas españoles y de todo el mundo clamen que sen sometidos a la Justicia los asesinos de José Couso, pero al mismo tiempo no pueden guardar silencio ante la ejecución de Jim Foley y el secuestro de Steven Sotlof. No parece políticamente interesante preocuparse por estos periodistas víctimas del Estado Islámico como tampoco hubo airadas reacciones internacionales cuando los talibanes y los servicios de inteligencia pakistaníes acabaron con Daniel Pearl. En Irak y en Siria alguien tiene que dejárselo claro a estos poseedores de la única verdad, también el ruido de las bombas si no basta la ancestral sabiduría de los yazidíes: Así no habló Zaratustra.