Estamos ya en plena semana orgullosa en Madrid y otras urbes y, pese a que la 22ª Edición del DRAE ya integra plenamente la palabra gay, en esta época de eufemismos hay que recurrir a la sopa de siglas -LGBT en este caso- para ser politicamente correctos y que ninguna tribu se sienta ninguneada. Nomenclaturas al margen, siempre me desagradó profundamente este carnaval -a medio camino de Venecia y Cádiz- lleno de tíos musculosos depilados y en tangas, bailando encima de carrozas y besándose ante las cámaras. Estoy de acuerdo en que la reivindicación sea festiva, y reconozco que los súbditos de Roma, en Pascua, celebran una semana entera del orgullo católico sacando a la calle sus propias carrozas, algunas tan sospechosas como la Última Cena -trece maromos ahí subidos sin ninguna tía tienen más de despedida de solteros o de quedada de osos que de cuchipanda sagrada-, pero considero que alguien se puede sentir orgulloso de una tierra, una familia, unos antepasados, una cultura o de su trabajo -lo que no quiere decir un oficio; yo no siento satisfacción alguna de pertenecer al mismo gremio que Pedro J. Ramírez, Francisco Marhuenda o Emilio Romero, Satanás lo tenga en su infierno-, pero no de una tendencia sexual y/o afectiva, que además es compartida con ejemplares de variadas especies.
Es cierto que el Orgullo reúne multitudes, aunque los métodos de recuento de participantes sean tan poco fiables como los de asistentes al Rocío -llueva, truene o reviente una balsa tóxica, siempre son un millón-, pero la masa no siempre tiene la razón, pues también la tendría la extrema derecha con sus circos antiabortistas y sus saraos papales.
Dicho esto, es el carácter cobrado por estas celebraciones de próspero negocio para hoteles, transportistas y bares lo que me resulta molesto. No escarmiento, criticar en estas páginas el mercantilismo de un concepto inexistente como turismo gay y la feria gay de Torremolinos ya me costó la reprimenda de un carguillo de una diputación y que éste me tachara de homófobo. No soporto que luchar por la igualdad se reduzca a convertirse en carnaza para el mercado. Convénzase, no existe una literatura gay, un cine gay, y los cruceros gays son abominables -ser iguales pero en lo hortera-. Nuestra obligación termina en luchar por la libertad y la igualdad -igualdad de oportunidades , no aquella equality, as if a wedding vow que criticaba Bob Dylan en My back pages-, no nos conformemos con los tópicos que hablan de homosexuales refinados,viajeros y de alto poder adquisitivo. Eso es visibilidad que cotiza en bolsa. Estos festejos le hacen a uno añorar cierta clandestinidad -no persecución, ojo-. En cuanto a las prácticas eróticas los homosexuales tomaron la delantera con el cruising en caminos apartados -mucho más extendido que el cancaneo de los heteros- y en la tranquilidad de los cuartos oscuros. No todo consiste en extender instituciones muy cuestionadas como el matrimonio. La convivencia no se legitima mediante gestiones burocráticas, si acaso obtiene ventajas fiscales y familiares, lo que no deja de ser injusto.
Tampoco me gusta una práctica como el outting de personajes públicos ni la obligatoriedad de salir del armario. Una sociedad que en las redes sociales se obsesiona con la pérdida de la privacidad pretende saberlo todo de los demás y no respeta que la vida privada se constituye de opciones personales que a nadie incumben , ni deben servir para el lucro de nadie. Podéis luciros como pavos reales para deleite de los editores de telediarios, nadie tiene derecho a impedirlo ni a poner ostáculos. Pero no olvidéis que la conquista de la libertad y de la igualdad tienen poco que ver con el capitalismo.
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