El último dogma que cae del argumentario pronuclear es el económico. Para Forbes la energía nuclear es el "mayor fiasco en la historia de la economía”. Estamos ante un clarísimo ejemplo del falso mercado libre, el capitalismo que al menor riesgo de que los beneficios privados puedan caer exige el apoyo del estado, el que rescata bancos cuando dice rescatar economías
. Antes de Fukushima el mercado había disipado el sueño nuclear de la energía barata. Sólo es barata si la gran inversión requerida está amortizada y habitualmente en la construcción de centrales los costes se duplican o triplican respecto a lo presupuestado.
Las centrales no han logrado subsistir si no es con subvenciones públicas. Las aseguradoras no les daban cobertura y sólo pasaron por el aro eximiéndolas de la responsabilidad civil, que ahora corre a cargo de... ¿adivinan? Exacto, nuestros impuestos, los mismos que pagan la gestión de los residuos. En España las centrales son privadas y sus ganancias también, pero su peligrosa basura la gestiona Enresa, una empresa pública.
Un accidente en una central puede dejar en bancarrota a un país ¿Se han preguntado por qué pese a tanto lobby nuclear nadie habla de construir nuevas centrales y el debate se queda en la prolongación de la vida de las existentes?
En EE.UU., país nuclear por excelencia, hace más de treinta años que no se construye un reactor, pese a que el Gobierno ofrece cubrir con créditos hasta el ochenta por ciento de la inversión. Una ruina.
¿Y qué se les puede decir a los apocalípticos? Pues que Fukushima no va a ser el fin de la especie, ni siquiera el de Japón
. Que no se compren el geiger para buscar trazas de cesio en la Puleva del crío, porque desde hace seis décadas la radiactividad ya está aquí como una vecina molesta. Cuando yo nací el planeta estaba al borde de la destrucción total a cuenta de unos misiles soviéticos en Cuba y en las décadas siguientes estuvimos muchas veces a un paso de la autodestrucción mutua. Somos hijos de una carrera por sembrar la Tierra de artefactos atómicos
, cuyo poder mortífero se probó continuamente sobre y bajo la tierra, en la estratosfera y en el fondo del mar. Desde 1945 hasta 2009 se han realizado más de dos mil pruebas nucleares en el planeta, la mitad de ellas estadounidenses, pero también hubo bombas de otras siete nacionalidades
. Los EE.UU. arrasaron archipiélagos enteros con la Bomba H -medio siglo después de Castle Bravo el paradisíaco atolón de Bikini sigue siendo inhabitable- y detonaron artefactos en seis estados de su propio territorio, que durante los años cincuenta y sesenta
se cubrían cada dos por tres de cenizas radiactivas. El estroncio 90 se quedó a vivir en los huesos de los niños norteamericanos. Francia asesinó población nativa de la Polinesia a millares con sus ensayos y empleó el terrorismo de Estado para asesinar a opositores a sus pruebas nucleares.
Ese mismo país
utilizó deliberadamente a sus soldados como cobayas humanas en sus pruebas en Argelia para comprobar los efectos inmediatos de una
explosión atómica sobre las
tropas. El secretismo impide saber gran cosa de los efectos de las más de 900 pruebas nucleares soviéticas, pero sí se ha cifrado en 750.000 las víctimas de las 46 pruebas nucleares superficiales realizadas por China entre 1964 y 1996, en la provincia de Xinjiang, hogar de la perseguida etnia uigur. Hablamos de cientos de megatones sumados, de la liberación de ceniza, polvo y lluvia radiactivos y toda la radiación remanente perdurando miles de años, que -aunque no me atrevería a mantener la comparación delante de quienes van a morir por culpa de Fukushima-, hacen del desastre de la central japonesa, de Chernobyl o deThree Miles Island simples episodios de la larga y penosa convivencia con nuestra vecina la radiactividad y su vástago el cáncer.
Para complementar este artículo no he querido recurrir a una cita científica sino literaria.
En Aventuras y desventuras del Chico Centella, una crónica sentimental de la América de los años cincuenta desde el punto de vista de un niño, el escritor norteamericano Bill Bryson dedica un capítulo entero y parte de otro a retratar con ironía la frivolidad y la despreocupación con la que la población de su país se familiarizó con la bomba atómica y las pruebas nucleares, y la irresponsabilidad con la que el Gobierno abordó estos ensayos y sus consecuencias sobre la población. La novela tiene un prometedor arranque pero acaba convertida en el socorrido ejercicio de amable nostalgia, un Cuéntame del American dream. No obstante, las páginas dedicadas a la bomba no tienen desperdicio.
La gente estaba arrobada con la abrasadora majestuosidad y la potencia antinatural de la bomba atómica. Cuando el ejército empezó a hacer pruebas nucleares en el lecho seco de un lago en Frenchman Flat, en el desierto de Nevada, cerca de Las Vegas, aquello se convirtió en la principal atracción turística de la ciudad. La gente no iba a Las Vegas a jugar, o al menos no exclusivamente a jugar, sino a apostarse al borde del desierto, sentir que la tierra temblaba bajo sus pies y ver que el aire se llenaba con portentosas columnas de humo y polvo. Los visitantes podían alojarse en el Atomic View Motel, beber un Cóctel Atómico (...) en las coctelerías locales, comer Hamburguesas Atómicas, hacerse un peinado atómico, asistir a la coronación anual de Miss Bomba Atómica...
En los años de mayor actividad se realizaron en Nevada hasta cuatro detonaciones nucleares al mes. El hongo nuclear era visible desde cualquier aparcamiento de la ciudad, pero la mayoría de visitantes prefería acercarse al borde mismo del área de pruebas, a menudo con comida para hacer un picnic, presenciar las pruebas y disfrutar de la nube de polvo posterior. Estamos hablando de grandes detonaciones. Las veían incluso los pilotos comerciales que sobrevolaban el océano Pacífico, a cientos de kilómetros de distancia. El polvo radiactivo a menudo barría Las Vegas y dejaba
una capa bien visible sobre toda superficie horizontal. Al principio, después de una prueba, los técnicos del gobierno recorrían la ciudad enfundados en sus batas blancas pasando los contadores Geiger por todas partes. La gente hacía cola para ver lo radiactiva que era. Formaba parte de la diversión. Qué satisfacción daba ser indestructible.
(...)
A las 7:15 de la mañana del 1 noviembre de 1952 Estados Unidos hizo explotar la primera bomba de hidrógeno en el atolón de Eniwetok, en las islas Marshall del Pacífico Sur,aunque en realidad no era una bomba, en el sentido de que no era transportable. (...) El nombre más correcto sería el de "ingenio termonuclear". Comoquiera que fuese, era de una potencia enorme.
Puesto que nunca antes se había intentado nada semejante, nadie sabía cómo sería de grande la explosión. Incluso las previsiones más conservadoras, que prevían una fuerza de cinco megatones, suponían una capacidad de destrucción superior a la de todas las armas utilizadas por todos los contendientes durante la Segunda Guerra Mundial, y algunos físicos creían que la explosión podría alcanzar los cien megatones, una liberación de energía de tal magnitud que los científicos sólo podían intentar adivinar sus consecuencias. Una de las posibilidades consideradas era que acabase consumiéndose todo el oxígeno de la atmósfera. Con todo, para aniquilar hay que arriesgar, como sin duda debió decir alguien en el Pentágono. Y así en la mañana del 1 de noviembre alguien prendió la mecha y (a mí me gusta imaginarlo así) salió zumbando de allí.
La explosión superó por poco los diez megatones, una potencia comparativamente modesta pero más que suficiente para borrar de la faz de la tierra una ciudad de un tamaño mil veces superior al de Hiroshima; aunque, evidentemente no hay en todo el mundo ciudades tan grandes. En cuestión de segundos, una bola de fuego de ocho kilómetros de alto y seis de ancho se elevó sobre Eniwetok y formó una nube de humo en forma de hongo que alcanzó los límites de la estratosfera, a 45 kilómetros de altitud y se extendió en más de 1.500 kilómetros a la redonda en una oscura llovizna de polvo y ceniza antes de disiparse. Los humanos nunca habíamos creado hasta entonces nada tan inmenso. Nueve meses más tarde, la Unión Soviética sorprendió a las potencias occidentales al detonar su propio ingenio termonuclear. La carrera hacia el exterminio de la vida había comenzado, y de qué modo. (...)
Lo aterrador del crecimiento de la bomba no era tanto el crecimiento de la misma en sí como la gente que estaba al frente del crecimiento del artefacto. A las pocas semanas de la prueba de Eniwetok, los mandamases del Pentágono estaban buscando ya la manera de darle una aplicación práctica. Una de las ideas que se plantearon en serio fue la de construir un ingenio cerca de la línea del frente en Corea, atraer a un gran número de tropas norcoreanas y chinas para que echaran un vistazo y detonarla.
El congresista James E. Van Zandt de Pensilvania, uno de los principales adalides de la devastación, prometió que no tardaríamos en disponer de un ingenio de al menos cien megatones, uno que quizá consumiera todo el aire respirable. Al mismo tiempo, Edward Teller, un físico algo loco de origen húngaro y uno de los genios responsables del desarrollo de la Bomba H, soñaba con aplicaciones pacíficas para sus ingenios nucleares. Teller y sus acólitos en la Comisión de la Energía Atómica planeaban la ejecución de inmensas obras civiles jamás imaginadas siquiera hasta entonces: la apertura de gigantescas minas a cielo abierto en el emplazamiento de antiguas montañas, la alteración ventajista del curso de los ríos (de manera que el Danubio, por ejemplo, fluyese sólo por países capitalistas), la eliminación de engorrosos impedimentos al comercio y la navegación como la Gran Barrera de Coral en Australia... Ilusionadísimos, señalaban que con sólo veintiseis bombas colocadas en cadena sobre el itsmo de Panamá podría excavarse un mayor y mejor canal de manera casi instantánea, con la ventaja añadida de ofrecer un bonito espectáculo en el proceso. Llegaron
incluso a proponer que los ingenios nucleares se utilizasen para modificar el clima terráqueo mediante el ajuste de la cantidad de polvo presente en la atmósfera, desterrando para siempre el invierno del Norte de los Estados Unidos y reubicándolo de manera permanente sobre la Unión Soviética. (...) Básicamente, los creadores de la bomba de hidrógeno pretendían envolver el planeta en niveles impredecibles de radiación, erradicar ecosistemas enteros, desfigurar la faz de la Tierra y provocar y hostigar a nuestros enemigos a la menor oportunidad. Aquellos eran sus sueños para los tiempos de paz.
Sin embargo, resulta evidente que el verdadero sueño era construir una terrorífica bomba portátil que pudiésemos soltar sobre las cabezas de los rusos y demás incordios siempre que nos viniese en gana. El sueño se hizo realidad el 1 de marzo de 1954, cuando Estados Unidos detonó quince megatones de armamento experimental en el atolón de Bikini, en plenas islas Marshall. La explosión superó considerablemente todas las expectativas que se habían depositado en el experimento. El resplandor llegó a verse desde Okinawa, archipiélago situado a 4.000 kilómetros de distancia. Arrojó polvo y cenizas sobre un área aproximada de 18.000 kilómetros cuadrados, y en dirección opuesta a la originalmente prevista. Le estábamos cogiendo gusto no sólo a generar gigantescas explosiones, sino también a provocar consecuencias que escapaban a nuestra capacidad de reacción. (...) Sólo podemos imaginar cómo tuvo que ser la experiencia para quienes la vivieron más de cerca, entre ellos los modestos nativos que habitaban la cercana isla de Rongelap. Se les había avisado de que poco antes de las siete de la mañana habría un fuerte resplandor, pero no se les dieron otras indicaciones: nadie les dijo que la detonación podría derribar sus hogares y dejarles con una sordera permanente, ni se les instruyó sobre cómo afrontar los efectos posteriores a la explosión. Cuando la ceniza radiactiva empezó a caer sobre ellos, los desconcertados isleños la probaron para ver a qué sabía (salado, al parecer) y se la sacudieron del pelo. Al cabo de pocos minutos no se encontraban nada bien. Nadie que hubiese estado expuesto a la lluvia de cenizas tuvo ganas de desayunar aquella mañana. A las pocas horas muchos sufrían de
fuertes nauseas, y allí donde las cenizas habían entrado en contacto con la piel se habían formado numerosas ampollas. Durante el transcurso de los días siguientes, el pelo se les cayó a mechones y algunos desarrollaron hemorragias internas.
La lluvia de cenizas afectó también a los tripulantes de un pesquero japonés bautizado, en una ironía del destino que no pasó desapercibida para nadie, como Dragón afortunado. Para cuando regresaron a Japón, la mayoría de ellos se encontraba muy mal. La captura del barco fue descargada por otras manos y enviada al mercado, donde desapareció entre los miles de capturas llegadas a los puertos japoneses aquel día. Incapaces de determinar qué pescado estaba contaminado, los consumidores nipones evitaron comer pescado durante semanas, lo que estuvo a punto de hundir la industria pesquera.
La nación japonesa no estaba especialmente contenta con la situación. En menos de diez años habían tenido el desagradable honor de ser las primeras víctimas tanto de la bomba atómica como de la de hidrógeno, y como cabía esperar estaban algo desairados y exigieron una disculpa. Disculpa que les negamos. En lugar de ello, Lewis Strauss, el antiguo vendedor de zapatos que se había convertido en presidente de la Comisión de la Energía Atómica, contraatacó afirmando que los pescadores japoneses eran en realidad agentes soviéticos.
De manera gradual, Estados Unidos fue trasladando sus pruebas nucleares a Nevada donde, como ya hemos visto, la gente era mucho más agradecida, aunque no sólo realizando pruebas en las islas Marshall y en Nevada. También detonamos pruebas nucleares en Kirimatti y en el atolón Johnson, en el Pacífico; y en el Atlántico Sur, en superficie y bajo el agua; y en Nuevo México, Colorado, Alaska y Hattiesburg, Misisipí, vaya un sitio, durante los primeros años de pruebas. En conjunto, entre 1946 y 1962, Estados Unidos hizo estallar algo más de mil ojivas nucleares, incluidas unas trescientas suspendidas en el aire que lanzaron incontables toneladas de polvo radiactivo a la atmósfera. La Unión Soviética, China, Reino Unido y Francia detonaron unas cuantas docenas más.
Resultó además que los niños, gracias a sus entecos cuerpecitos y a su pasión por la leche, eran particularmente propensos a absorber y conservar estroncio 90, el principal residuo radiactivo de las explosiones. A tal punto llegaba nuestra afinidad por el estroncio que en 1958, el niño medio (es decir yo, y otros treinta millones de personitas) llevábamos en nuestros cuerpos diez veces más estroncio que un año antes. Casi brillábamos en la oscuridad.
Las pruebas empezaron entonces a ser subterráneas pero aquello tampoco salió siempre a la perfección. Durante el verano de 1962, los responsables de defensa detonaron una bomba de hidrógeno en las profundidades del desierto de Frenchman Flat, en Nevada. La deflagración fue tan violenta que el terreno circundante se elevó noventa metros y reventó como un grano purulento, dejando un cráter de 250 metros de diámetro. "A las cuatro de la tarde -escribe el historiador Peter Goodchild- la nube de polvo radiactivo era tan espesa en Ely, Nevada, situada a 300 kilómetros del lugar de la explosión, que fue preciso encender las farolas de las calles". La lluvia de cenizas se extendió sobre seis estados occidentales y dos provincias canadienses, pese a lo cual casi nadie reconoció oficialmente el fiasco ni se emitieron comunicados públicos advirtiendo a la población que no tocase la ceniza fresca ni dejase a los niños jugar con ella. En realidad, el incidente se mantuvo en secreto durante dos décadas, hasta que un periodista curioso se acogió a la Ley de Libertad de Información para descubrir qué sucedió aquel día.
Aventuras y desventuras del Chico Centella. Bill Bryson
Traducción de Pablo Álvarez Ellacuría. RBA, 2010