sábado, 10 de febrero de 2018

Distopía: un mundo peor



Un pesimista es sólo un optimista bien informado.
Mario Benedetti

Los finales felices, sobre todo si llevan sobrecarga de almíbar, tienden a repelernos, salvo que seamos niñas de nueve años que sueñan con princesas rosas. Creer en un mañana luminoso cada vez nos cuesta más, lo que no es de extrañar si está uno medianamente informado sobre el mundo que le rodea. Aunque el tiempo de las utopías sobre una humanidad feliz y una sociedad justa -un sueño y un proyecto sine die desde el principio de la historia-  quedó atrás a finales del siglo XIX, en este XXI que comienza vivimos un auge de la distopía, una utopía del revés, un discurso de que todo se aboca al precipicio, de que todo tiempo pasado será peor que no deja de ser una forma negra de narcisismo. Nos gusta saber que todo acabará mal a pesar de que los síntomas del presente se contradicen, cambio climático. crisis humanitarias que no cesan, robotización excesiva, precariedad laboral, semiesclavismo, recorte de libertades y retorno de los populismos fascistas frente a aumento de la esperanza de vida y mejoras en los conocimientos sanitarios y la sanidad aplicada.“Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”, resume el diccionario de la Real Academia de la Lengua al definir las distopías. El siglo XX fue prolijo en ficciones distópicas, tanto en la literatura como en el cine, y hemos comenzado la nueva centuria trasladando a la televisión estas pesadillas demasiado vívidas.

El siglo XXI ante el espejo

Cuando en 2011 se estrenó la serie Black Mirror muchos vieron en ella una fantasía futurista de cumplimiento tan lejano como el de Star Trek o como el que tres años más tarde planteó la película Interstellar (Christopher  Nolan, 2014). Dos años después de aquellos tres únicos capítulos de la primera temporada, el asesinato de un soldado en mitad de Londres nos mostró una imagen que parecía salida de Black Mirror: la gente grababa en sus móviles cada hachazo en nombre de Alá, emitiendo en directo las alucinadas explicaciones que, mirando al teléfono, el autor daba a lo que estaba haciendo. La realidad era como una nueva temporada de la serie. Eso no es ciencia ficción, sirve para abrir informativos.

Mujeres vasija

¡A traer niños al mundo! (El cuento de la criada)
El cuento de la criada es según quienes votan a Trump y quienes practican o disculpan el acoso a las mujeres el azote feminista de nuestra era, tal vez porque se identifican o inconscientemente deffienden una distopía que es demasiado cercana. El libro de Margaret Atwood llevado a la televisión se publicó en 1985, una época con fuertes presiones en EEUU de los movimientos antiabortistas y de los antipornográficos. Al igual que la llegada de Donald Trump al poder disparó las ventas de 1984 de George Orwell, la gran distopía literaria del siglo XX, The Handsmaid's Tale se ha recibido ahora, al trasladarse a serie de televisión, como un envite contra la misoginia del actual gobierno estadounidense. La novela -y por tanto la serie- habla de una reducción de la población humana por culpa de la contaminación ambiental y la imposibilidad de concebir, algo que ya está ocurriendo: la natalidad cae en todo el mundo y aumentan las enfermedades pulmonares y alergias causadas por la mala calidad del aire. El escritor P D James ya planteó este futurible en su novela Los hijos de los hombres, llevada al cine en la pasada década (Children of men. Alfonso Cuarón, 2006) En la obra de Atwood las mujeres fértiles sirven de recipiente para la procreación. La protagonista es una mujer, la criada Offred -De Fred-, que narra su cautiverio en una dictadura puritana y teocrática que gobierna Estados Unidos tras un golpe de estado que implanta la república de Gilead. La amenaza del terrorismo islamista (evidentemente, una aportación de la serie) sirve a los nuevos tiranos de Gilead  -pero ¿y si en realidad fuera algo así lo que los votantes norteamericanos eligieron libremente en 2016 y no hiciera falta golpe alguno?- como excusa para ejercer un poder omnímodo, mientras el problema de la infertilidad justifica controlar la vida de las mujeres. Las consideradas más devotas son destinadas a esposas de los comandantes, las Marthas se dedican al trabajo doméstico y las criadas son jóvenes fértiles cuya utilidad es concebir hijos para los matrimonios dirigentes. El régimen amenaza a las criadas que no se plieguen a su obligado destino con desterrarlas a las colonias, un lugar -les cuenta la prpaganda- donde las mandarán a recoger residuos tóxicos en unas condiciones terribles.

Según ha explicado la escritora posteriormente, cuando en 1982 se puso manos a la obra una de sus premisas era no inventar ningún suceso que no hubiera tenido lugar ni tecnología que no estuviera disponible en aquel momento. Atwood vivía entonces en Berlín Occidental; de ahí la presencia del muro, que en el libro sirve para exhibir los cadáveres de los disidentes y los pecadores según la estricta moral de Gilead, además de simbolizar el agobiante encierro dentro de sus fronteras. En el mismísimo Antiguo Testamento dice Atwood haber encontrado inspiración: las dos esposas de Jacob, las hermanas Raquel y Lía, al no poder engendrar, le dicen a Jacob que se acueste con sus respectivas criadas para que pueda tener hijos. El control de las mujeres y su descendencia mediante el robo de bebés ha sido una práctica habitual en las dictaduras, incluso después de ellas en el caso de España.

La adaptación televisiva, que se ambienta en el tiempo presente, aporta nuevos simbolismos: la Ceremonia, un rito de Gilead en el que el comandante viola a la criada, cobra un nuevo significado en pleno debate sobre la  gestación subrogada o vientres de alquiler, o la persecución y asesinato de homosexuales cuando se acaba de acreditar que en Chechenia existen campos de concentración para este colectivo. En El cuento de la criada la escritora explica que "hubo manifestaciones de que todo se empezaba a torcer" pero pocos supieron detectarlas. "No nos despertamos cuando masacraron el Congreso -ya le gustaría a Trump- .Tampoco cuando culparon a los terroristas y suspendieron la Constitución", comienza su relato la protagonista. Parece realmente difícil no reconocer en esa supuesta anticipación los sìntomas y las amenazas del presente.

Un pasado utópico

Aunque el tema de este artículo sea el de los futuros -o los presentes camuflados como futuros- de pesadilla y alienación, no se puede olvidar que antes de la negación suele estar la afirmación y que antes de la distopía estuvo la utopía: desde el comienzo de la historia ha habido pensadores que, disconformes o insatisfechos con las sociedades en las que vivían, diseñaron utopías sobre una sociedad mejor. Formuladas desde muy diferentes perspectivas ideológicas y morales, muchas propuestas utópicas han tenido en común el retorno a una arcadia o sociedad idílica prehistórica (entiéndase el último adjetivo como más allá de la historia) donde los seres humanos pueden llevar una existencia plácida con sus necesidades cubiertas, sin propiedad privada, donde todo es de todos, rechazando todo individualisno. Pero otras no; otras utopías sólo miraban hacia el mañana. Casi todo se ha quedado en palabras y  ensoñaciones, pero ha habido amagos de construir comunidades al margen de su tiempo, experimentos que desembocaron en estrepitosos fracasos y en el último siglo y medio, proyectos colectivos más sólidos que siguieron a unas élites que se consideraban en posesión de la verdad, que al materializarse resultaron ser espantosas pesadillas.

El primer modelo de sociedad utópica se lo debemos a Platón. En su citadísimo diálogo La República defiende su visión de la justicia y describe cómo sería el Estado ideal. Estaría formado por tres clases sociales: gobernantes, guardias y productores. La pertenencia a una u otra de las clases no vendría por nacimiento sino por capacidades. Para Platón, la buena marcha del Estado depende de que cada clase cumpla bien con su cometido. La suya es una utopía clasista, patriarcal, en la que las mujeres son una herramienta colectiva para la reproducción, y meritocrática.
  Utopía o En ningún lugar de Tomas Moro avanza por primera vez en la edad moderna un mundo democrático en lo político y comunista en lo social: sin propiedad privada, dinero ni compraventa, con los bienes producidos a disposición de las necesidades de cada uno, una república con sufragio universal e igual reparto de derechos y obligaciones. En La ciudad del sol el filósofo italiano Tommaso de Campanella propone una república de organización comunista y valores religiosos; en ella todo se vive en común, incluso las viviendas, las mujeres y los hijos, con la población distribuida en función de las habilidades y necesidades de los individuos, pero no abole el modelo estamental, con la Iglesia en la cúspide. La nueva Atlántida de Francis Bacon está inspirada en La ciudad del sol, pero el británico cambia la religión por la ciencia: la sociedad no está gobernada por el poder religioso, sino por una élite tecnocrática. Bacon no se plantea cómo resolver los problemas sociales y políticos.
Uno de los ilustrados esenciales, Jean Jacques Rousseau, influenciado por los libros de viajes a tierras exòticas tan populares en su época, critica el progreso, retoma las utopías primitivistas y describe la historia como un proceso de decadencia, pero su Del contrato social mira el futuro con esperanza e intenta integrar a los individuos en la sociedad; tanto esta obra como Emilio o la educación le granjearon la condena del poder, la persecución y el exilio.

 A principios del siglo XVIII el socialista utópico francés Charles Fourier fue uno de los padres del cooperativismo: pensó en establecimientos agroindustriales que alojaran a casi dos mil personas que trabajarían las tierras circundantes y compartirían las ganancias de las ventas; la comunidad garantizaría los servicios esenciales y velaría por unas condiciones laborales agradables. Su utopía reformista no era descabellada y algo parecido puede reconocerse hoy en los kibutz israelíes. Y antes sus ideas y las de su correligionario Claude Saint-Simon fueron a parar a la socialdemocracia europea. Ambos consideraban que la labor más importante de los gobiernos era acabar con la pobreza y las guerras.
 Si Fourier y Saint-Simon eran utópicos reformistas, Pierre Proudhom era revolucionario. Este intelectual autodidacta a quien se le considera fundador del anarquismo  ya en su primer libro sentenciaba aquello de que la propiedad es un robo en cuanto que es resultado de la explotación del trabajo de otros. Para Proudhom la sociedad ideal es aquella en la que el individuo tiene el control de los medios de producción y se opuso al comunismo, donde el ser humano pierde su libertad. Frente al Estado y la Ley preconizó la asociación de pequeños productores autónomos reunidos políticamente en una federación de comunas, mutuas y cooperativas.
Contemporáneo suyo fue el inglés William Morris, que en 1890 escribió Noticias de ninguna parte sobre un paraíso socialista en la tierra consumado en el año 2000, donde se han despejado las grandes aglomeraciones urbanas, se han limpiado el aire y las aguas y la humanidad vive en casas esparcidas por el paisaje. A la gente la une la camaradería y no la autoridad. La novela habla de personajes desinhibidos y epicúreos en estrecha relación con la naturaleza y liberados de la doctrina victoriana del trabajo, la propiedad, la diferenciación entre lo público y lo privado e incluso de la tecnología -otra utopía primitivista- innecesaria en los talleres que propone, que se destinan a los oficios y no a alimentar necesidades creadas.
También en el año 2000 situaba el norteamericano Edward Bellamy su novela utópica Mirando atrás, de tanto éxito que tras su publicación surgieron decenas de Bellamy clubs en los Estados Unidos, sorprendente triunfo el de una utopía socialista como ésta en la meca del capitalismo, aunque la arcadia de Bellamy también tiene un aspecto negativo: la tecnoburocracia que sí agradaba a Bacon; además Bellamy no entra en la cuestión de la democracia.
Más o menos en los mismos años, la obra el escritor británico Herbert Georges Wells se convirtió en el puente entre las utopías pasadas y las distopías por venir. En Una utopía moderna, a medio camino entre ensayo y relato fantástico, HG ridiculiza las propuestas de los utópicos anteriores, desde Platón a Belamy, pero la utopía de Wells es conservadora en cuanto a que defiende la propiedad privada y no cuestiona las relaciones entre empresario y trabajador existentes ni la concentración de la renta en manos de unos pocos. En todo caso es una utopía reformista que pide una dulcificación del capitalismo neoliberal.
Morlock vs. eloi
eMás arriba situé a Wells a caballo entre utopía y distopía: no olvidemos su primera y más popular novela, La máquina del tiempo, en cuyo futuro remoto sitúa a los terroríficos infrahumanos morlock del subsuelo cazando y devorando a los felices y bobalicones eloi de la superficie, como si la distopía se merendase a las utopías.

La trinidad distópica

Wells fue el puente, sí. Pero la llegada del siglo XX,  y sobre todo la Gran Guerra 1914-1918, supuso el advenimiento de un pesimismo generalizado y, en Europa, la llegada de una literatura que contestaba a las utopías de antaño: la distopía o antiutopía. Tres nombres destacan entre toda la ficción distópica que vendría: Orwell, Huxley y Golding, aunque hay mucho más.

Dos minutos de odio (1984)
Británico que había sido policía colonial en la India, el escritor y periodista George Orwell fue un comunista antiestalinista como demuestran su novela de más éxito, Rebelión en la granja, y el relato autobiográfico Homenaje a Cataluña, pero también fue el autor de la gran distopía literaria del Siglo XX, 1984, que llegó al cine en el año que indica su titulo (1984. Michael Radford, 1984), aunque ese título/fecha no es más que un baile de números que indica el parecido de la pesadilla que el autor sitúa en la década de los ochenta con la situación real de la Unión Soviética cuando se publico la novela, en 1948, con el Big Brother Stalin haciendo sus fechorías sin control ni límite. Sin embargo su crítica y su advertencia va mucho más alla del estalinismo y abarca  a todos los totalitarismos de ayer, hoy y mañana. La obsesiva vigilancia del Estado a los individuos, como el Winston Smith al que la interpretación del inolvidable John Hurt dota de una vulnerabilidad y unas debilidades tremendamente humanas;
un control que no escatima en medios tecnológicos, es mucho más real y amenazadora ahora, con las tecnologías de la información y en un mundo hiperconectado, que entonces. Desde la publicación de 1984 y de que sus advertencias fueran reconocidas como presente más que como futuro, el adjetivo orweliano entró en todos los diccionarios para calificar a políticas y medidas que buscan mantener un control absoluto de la ciudadanía valiéndose de cualquier medio a su alcance y generar una paranoia colectiva con el afán de perseguir a supuestos conspiradores mediante cacerías de brujas, juícios políticos por crímenes del pensamiento, lavado de cerebros, violación de la privacidad, tortura, asesinato..., del mismo modo que, ya desde antes, kafkiano define a situaciones dramáticamente absurdas que describen al hombre indefenso ante la poderosa maquinaria de la burocracia o de la Justicia que lo aplasta. La gran aportación de Orwell es haber descubierto el poder de manipular el lenguaje para modificar la realidad y dominar los resortes del poder absoluto: algo así como lo que se define hoy con neologismos y barbarismos como posverdad,  fake news y correccción política. De esta última, la ola de conservadurismo desatada desde posiciones progresistas y feministas nos da ejemplos de censura entre escalofriantes y risibles.

De la treintena de libros del también británico Aldous Huxley, Un mundo feliz, de 1932, le proyectó como el profeta de la era tecnológica que se cuestionó las ventajas de los avances científicos cuando sus efectos son la deshumanización, en este caso programada por el Estado, que emplea el condicionamiento genético para organizar a los hombres desde su nacimiento en castas con destinos laborales muy determinados: en este mundo feliz la ingeniería genética condiciona el destino. Esta distopía tuvo su mejor plasmación audiovisual en una miniserie de la BBC emitida en 1980. Aquí la pueden ver.

El premio Nobel de literatura William Golding es conocido sobre todo por su obra El señor de las moscas, una negación brutal del mito del buen salvaje de Rousseau. Una treintena de niños solos sin supervición adulta en una paradisíaca isla desierta tras sobrevivir a un accidente aéreo no tardan en enfrentarse a muerte en guerras por el poder y la dominación sobre los demás trnsformando en arma mortífera cuanto instrumento tienen a mano y transformando objetos que encientran en la naturaleza en emblemas de autoridad que hay que respetar y adorar. De inmediato el civismo aprendido en la escuela y la familia es sustituido sin remedio por un salvajismo primitivo, la razón por los instintos:,La utopía primitivista soñada en el pasado se transforma en horror: la llegada del hombre convierte al paraíso original en un infierno; una fina línea separa la bondad de la maldad humana cuando se nos pone a prueba, al hombre de la fiera.

Otros mundos imperfectos, otras pesadillas del siglo XX

Antes de Orwell y Huxley -y en su origen, aunque éstos no lo reconocieran-  estuvo el ruso Yevgeni Zamiatin. Perseguido por el zarismo y el leninismo, no pudo publicar su novela distópica Nosotros, de 1921, en la naciente Unión soviética, pese a haber sido un destacado revolucionario en 1905 y en 1917. Probablemente las autoridades bolcheviques de entonces y su régimen se veían - con razón- retratados en el futuro sombrío descrito por Zamiatin: la ciudad donde las viviendas son de cristal para que la policía vigile mejor a los ciudadanos, que no tienen nombres propios sino números de expediente, y todo lo cotidiano está orientado en exclusiva a la eficencia en la producción, claro que como en toda sociedad distópica hay disidentes. Narrada en forma de diario, Nosotros es el recuento de las reflexiones del ingeniero de la nave espacial que expandirá la doctrina imperante en la Tierra a los habitantes de otros planetas.

451 grados Farenheit es la temperatura a la que arde el papel: y Farenheit 451 es el título de una novela de Ray Bradbury de 1953 y de su adaptación cinematográfica (François Truffaut, 1966) que muestra una sociedad occidental esclavizada por los medios audiovisuales, los tranquilizantes y la indiferencia, donde pensar por uno mismo está prohibido, donde el cuerpo de bomberos tiene como misión quemar libros porque, según el gobierno, leer libros nos hace desiguales e infelices y nos genera angustia.

En 1962 otro escritor, el erudito Anthony Burgess, amplió lo que ya empezaba a ser una tradición de novelas distópicas británicas con La naranja mecánica, que sólo tardó una década en ser llevada al cine (A clockwork orange. Stanley Kubrick, 1972). Es la historia del nadsat (adolescente) Alex y sus tres drugos (amigos) en un mundo de crueldad y destrucción: Alex tiene atributos muy habituales entre los seres humanos (amor a la violencia, a jugar con el lenguaje, a la música y la belleza), pero como joven con tendencias asociales resulta un apetecible conejillo de indias para la aplicación por parte del gobierno y las fuerzas del orden de mecanismos pavlovianos y mecánicos de condicionamiento para domar conductas.
Burgess tomó de su maestro Joyce la decisión de inventar para la novela un nuevo lenguaje insertando palabras de otros idiomas. Así La naranja mecánica está repleto de expresiones nadsat que le dan atemporalidad: es una ficticia jerga adolescente que bebe del cockney y del ruso.

Philip K. Dick
"La mejor herramienta para manipular la realidad es la manipulación del lenguaje. Si controlas el significado de las palabras, controlarás a las personas que las usan" (Philip K. Dick,1928-1982).
Al autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), el relato que por días no llegó a ver estrenado como película (Blade runner. Ridley Scott, 1982) y que el año pasado conoció una continuación cinematográfica aún más pesimista (Blade runner 2049. Denis Villeneuve, 2017), unos le conocen como un escritor mentalmente inestable que hizo de las drogas una forma de vida;  los puristas del género literario que practicó le califican  con el menos científico de todos los grandes escritores de ciencia ficción; pero aunque sus experimentos con el LSD sean casi tan famosos como los de Timothy Leary, aunque su vida sentimental fuese una telenovela tremebunda con episodios de violencia, estos aspectos solo describen pequeñas facetas de un novelista fértil y complejo, que tenías sus propias ideas sobre la ciencia ficción,el género literario que practicó siempre, y siempre desde una perspectiva de buen conocedor de la historia contemporánea y una visión crítica y escéptica del porvenir cercano. Aunque el guión de Blade runner situaba la acción en el entonces lejano año 2019, ¿Sueñan los androides...? profetizaba a más corto plazo: Enero de 1992. Rick Deckard vive en la Tierra, lugar contaminado donde ya son pocos los especímenes animales que sobreviven —y por ello son muy valorados, lo que obliga a los menos adinerados a adquirir animales domésticos artificiales—. Son los tiempos que siguen a la Guerra Mundial Terminal, que cubrió de polvo radioactivo la atmósfera y sumió a los supervivientes en un aire gris que oscurece el sol y es capaz de alterar la mente y la capacidad genética de los que permanecen aún en el planeta. La ciudad es San Francisco; el estímulo cerebral artificial es corriente entre los ciudadanos; la población es pequeña, un tercio aproximadamente de la anterior a la devastadora guerra; la moral y la teología son las del Mercerismo; los aún reconocidos como normales han de emigrar a los planetas-colonia; los que se quedan en la Tierra pueden llegar a ser clasificados como especiales, seres biológicamente inaceptables. La Rossen Association es una gran empresa que fabrica robots, entre ellos los Nexus-6. Son androides de última generación tan idénticos al hombre que apenas los tests de Voigt-Kampff pueden distinguirlos. Deckard deberá retirar — es decir, liquidar— a un grupo de androides fugados a la Tierra. Éstos se esconderán en la soledad del apartamento de John R. Isidore, un especialista en autómatas. Pero Deckard conocerá a alguien, Rachael Rossen, quien le hará sentir... y dudar, tanto sobre su naturaleza como sobre su misión.

Otras distopías de la época, que concretamente alerta sobre la destrucción medioambiental son El rebaño ciego, de John Brummer (1972) y, en cine, Cuando el destino nos alcance (Soylent Green. Richad Fleischer, 1973) y Naves misteriosas (Silent running. Douglas Trumbull, 1972).
El problema de la superpoblación planteado en Soylent Green también encuentra soluciones drásticas en una aburrida película estúpidamente convertida en film de culto, La fuga de Logan (Logan's run. Michael Anderson, 1976)

Dejo a un lado las distopías de caracter postapocalíptico como La carretera de McCarthy, La gente del margen de Orson Scott Card, El cartero de David Brin o la saga de películas de Mad Max antes de que me tenga a poner a escribir de guerras atómicas, zombis y terminators, aunque ya cité Hijos de los hombres, que describe lo que podría ser una pesadilla post-destrucción.

Tampoco hace falta un apocalipsis para habitar en los terrenos de la distopía;  en los cimientos económicos del mundo actual es reconocible la pesadilla. Citemos la novela Las leyes del mercado, de Richard Morgan (2004): En el año 2049 todo está en venta, incluidas las guerras y los países que las libran. Grandes corporaciones transnacionales invierten en ejércitos y armas a cambio de un porcentaje del PIB del país al que apoyan. Los brokers de esas corporaciones acuden a su trabajo en coches blindados listos para la batalla; las autopistas son un coto privado de las grandes empresas y cada día se producen batallas entre coches: el que antes mate o eche de la carretera al otro, gana, y, por lo tanto, trabaja. Darwinismo económico y social a tope.
Morgan hace ver dónde nos lleva el capitalismo sin freno: a un mundo donde todo está en venta, especialmente la vida y la muerte, y nadie importa nada más que su cuenta de resultados. Eminentemente ideológica, una bibliografía donde se cita, entre otros, a Naomi Klein o a Noam Chomsky da cierta idea de por donde van los tiros.

 La distopía es el retrato de una sociedad, futura o presente, en la que el hombre es víctima de un sistema totalitario, de la tecnología como forma de dominio, la descripción o profecía de mundos en los que el individuo es aplastado por el sistema. Centrándome de nuevo en la pantalla, hay que remontarse al cine mudo para encontrar la primera de estas piezas maestras. En Metrópolis (1926), el alemán Fritz Lang nos sitúa en una pesadilla futurista de diseño en la que la sociedad está ordenada por las máquinas y, al estilo de Un mundo feliz, publicada por aquellos años, los trabajadores son una raza inferior sometida a ritmos maquinales, con los que magistralmente juega el director para lograr la extraordinaria estética de la cinta. Pero Lang quiso ser optimista e ideó un final feliz y burgués en el que patronos y proletarios se acaban dando la mano.

Avanzando en el tiempo, La Vida Futura (Things To Come, 1936), genial adaptación de William
Metrópolis
Cameron Menzies
de una novela de H.G. Wells, describe el entonces futuro de 1970 como una sociedad feudal dominada por un señor absoluto. Una revuelta logra que cuarenta años después, el nuevo mundo sea tan feliz y cursi que se impone buscar un cambio para despertar a la humanidad de la estupidez y la alienación... y es que nunca estamos contentos. Así que de optimista tiene poco una de las escasísimas (supuestas) utopías que ha dado la historia del cine. Su incomparable diseño de producción y sus decorados han sido tan influyentes como los de Metrópolis para la historia del cine fantástico.

Salto en el tiempo hasta 1965. Sin efectos especiales ni estética futurista, sino de puro cine negro en la onda europea y de homenaje al noir propio de la nouvelle vague, alguien tan ajeno a la ciencia ficción como Jean-Luc Godard dio al cine de anticipación una de sus obras más lúcidas y amargas. Alphaville (Alphaville, une Étrange Aventure de Lemmy Caution) es una ciudad mecanizada controlada por un macro-ordenador, Alpha 60, con el que Eddie Constantine, el detective Lemy Caution, intenta acabar. El mensaje: la emoción vence a la máquina.
1968: Franklin Schaffner sí empleó efectos especiales, decorados y sobre todo mucho maquillaje en una obra que no desmerece nada de las ya mentadas en cuanto a pesimismo y las supera como una de las grandes referencias del cine de ciencia ficción, muy por encima de la novela de Pierre Buolle que adapta: El planeta de los simios (Planet of the Apes,1968), nos pone delante la fragilidad de nuestra civilización humana, desbancada por los seres más próximos en la escala evolutiva y que, en cuanto son amos, reproducen nuestros esquemas militaristas, racistas y de clase. La pesadilla de El planeta de los simios es más terrible en cuanto que está contada desde la perspectiva del ser irracional y esclavo, el hombre. La escena final con Heston ante la que fue la Estatua de la Libertad, descubriendo que lo que creía otro planeta no ls sino nuestro futuro, es tan icónica que en nuestros tiempos sirve para toda clase de memes. Lapelícuka se convirtió en saga y franquicia, revitalizada a partir de  el reboot El origen del planeta de los simios (Rise of the Planet of the Apes. Rupert Wyatt, 2011)) y sus secuelas.

Irlanda, año 2263. Estamos en un mundo irreal habitado por apáticos inmortales en el que cualquier pecado se castiga con el envejecimiento. Es lo que nos presenta Zardoz (John Boorman, 1974), una película sobrevalorada en su día pero que ha caído en un justo olvido. El interés reside en que la estricta vigilancia moral es combatida por un distribuidor de pornografía, un Sean Connery que no tiene precio. Otro outsider inolvidable que lucha contra un sistema gobernado por la burocracia es el ñapas terrorista que interpreta Robert de Niro en Brazil (1985), en la que el director Terry Gilliam optó por la mitología y la ensoñación para retratar una odisea personal contra el Sistema muy similar a la del protagonista de El Proceso.

Ciberdistopía


Akira
Con centro de gravedad indiscutible en la multipremiada Neuromante  (1984), la novela más influyente de William Gibson, el concepto literario, cinematográfico e incluso ideológico ciberpunk es imprescindible para definir y comprender cualquier fantasía distópica relacionada con el imparable y espectacular desarrollo de las tecnologías de la información y los datos. Podemos definir ciberpunk como un movimiento social y cultural de la Sociedad de la Información. Parte de la cibercultura, es su vertiente más vanguardista, y podría considerarse como una visión oscura y pesimista de lo que nos depara el futuro cercano. El ciberpunk surgió como subgénero literario. La literatura ciberpunk se ocupa generalmente de grupos marginales inmersos en culturas tecnológicas, donde el individuo recurre a la tecnología para mejorar sus sentidos y capacidades. Y lo hace mediante implantes cerebrales, prótesis artificiales, órganos clonados genéticamente; abriendo un nuevo concepto de interconexión hombre-máquina. La sociedad que describe la literatura ciberpunk también está en continua lucha por el control de la información. A mediados de los ochenta, y como consecuencia de este movimiento literario, surgieron grupos y personas que se hacían llamar ciberpunks, que identificaron a la sociedad reflejada en el ámbito literario como la real y se veían a sí mismos como los personajes marginados de esas novelas. Entre estos grupos destacan los hackers. La reivindicación de la Red como espacio de libertad antisistema es una clara actitud ciberpunk.
El uso de la palabra se atribuye a Gardner Dozois, que a principios de los años ochenta era el editor del Magazine de ciencia ficción de Isaac Asimov. Según parece, Dozois lo extrajo del título de una novela de ciencia ficción de Bruce Bethe. El subgénero literario ciberpunk como tal se desarrolló en torno a la revista Cheap Truth, creada por uno de los grandes escritores del movimiento, Bruce Sterling. Los artículos eran escritos de forma anónima, y su conjunto constituyó el núcleo de lo que se llamaría la conciencia del movimiento, que se reflejaba en los textos literarios y filosóficos que se publicaban. El germen en narrativa es la colección de cuentos Quemando Cromo de Gibson. En Neuromante, con un hacker como protagonista, aparece el término Matrix o matriz: ciberespacio de realidad virtual, donde los datos complejos son representados por símbolos. Desde la película de los hermanos Wachowsxy (Matrix, 1997) esta palabra se ha universalizado para, en política, por ejemplo, criticar a quienes se comportan indiferentes a la realidad como si vivieran en un mundo paralelo.

Existen revistas muy populares entre los seguidores del ciberpunk y la cibercultura, las más importantes son Wired, Mondo 2000 y Boing-Boing. Como en cine y en narrativa, responden a las grandes directrices del ciberpunk: la información es poder, ultraviolencia, sociedad casi apocalíptica, nocturnos en grandes ciudades, futuro oscuro e incierto, contaminación, avances tecnológicos en comunicaciones y cibernética, dualidad hombre-máquina, personajes desarraigados, lucha contra el sistema. Los futuros de pesadilla también se des criben con viñetas (cómic, manga o novela gráfica): no se puede hablar de distopías sin acordarnos del gobierno totalitario de V de vendetta, de Alan Moore y David Lloyd, o de la caótica Neo Tokio de Akira. el manga de Katsuhiro Ōtomo.

El ciberpunk, surge en una época de incertidumbre, cuando se pasa definitivamente de la sociedad industrial a la de la información y se comienzan a producir grandes avances en nuevas tecnologías. Del género negro se toma como referencia tanto la estética —malas calles, chicas en problemas, tiroteos, policía corrupta— como la ética —sobrevive pero mantén tu dignidad—. El héroe —o antihéroe— ciberpunk desciende en línea directa del detective clásico, cínico y colmado de defectos pero que intenta mantener la cabeza a flote entre los tejemanejes en que suelen meterlo. Por último, el ciberpunk es un género que comparte las contradicciones del fin de siglo: el gusto por la violencia se combina con una nueva ética, la pasión por el medio ambiente se conjuga con el crecimiento de las macrourbes, el Estado controla al ciudadano al mismo tiempo que sufre las presiones de grupos con intereses particulares —multinacionales y corporaciones privadas—. El ciberpunk es reflejo de la sociedad posmoderna o neobarroca, con grandes deseos de evadirse y crear mundos nuevos —juegos de rol y realidad virtual—; más un gusto por un estilo individualizado hecho de retazos reciclados de todo tipo de estéticas. Si el mundo no es como lo queremos, hagamos otro a nuestra medida. Mientras fracasemos en el intento o nos quedemos a medias, el futuro se escribirá en forma de distopía.