Comenzó como un chiste: “Iban un inglés, dos de Hospitalet y uno de Motril por la Gran Vía...” y va camino de acabar en misa de desagravio en las Angustias, dado que la Fiscalía, un ente maligno que persigue y espía a la gente de orden y traje de Milano, ha puesto un poco de raciocinio y no atribuirá delito alguno a los cuatro muchachos que culminaron la juerga llevándose en procesión por la calle Elvira la gigantesca bandera española de la rotonda del Triunfo. Los fiscales dicen que no hay ultraje, como pretendía el Ayuntamiento, que colocó el lábaro durante la fiebre ‘banderil’ –a ver quién la tenía más grande- que durante la hégira aznarista inauguró Federico Trillo en la madrileña Plaza de Colón.
Los políticos, y en general la gente que se toma a sí misma demasiado en serio, velan por los símbolos patrios porque catalizan sentimientos primarios y estimulan pasiones colectivas sin recurrir a la razón. El “Dios, Patria y Rey” del carlismo y el “Patria o muerte” del castrismo, van dirigidos a la epidermis y las vísceras, nunca al cerebro, y nada mueve más al bostezo que las guerras de banderas que cada verano estallan en las fiestas patronales del País Vasco.
Antes del episodio de Granada dos chavales, un andaluz y un canario, casi pasan seis años en las cárceles letonas por robar banderas del país báltico tras un partido de fútbol en Riga; un punki mallorquín fue juzgado por arriar la bandera española de unos juzgados de Palma e intentar quemarla después –aunque llevaba tal cogorza que no atinó con el mechero-, y un mexicano robó la enseña española que por algún extraño motivo ondeaba ante el Congreso de Aguascalientes, lo que consideraba ofensivo y colonialista.
Por fortuna no suelen tener éxito quienes pretenden convertir el ultraje a la bandera en un grave delito. Incluso en los EE.UU., que nos mete las barras y estrellas hasta en la sopa, el Senado frenó una reforma constitucional para prohibir la profanación de banderas y otros símbolos nacionales. Es doctrina reiterada por el Tribunal Supremo estadounidense que el ultraje a la bandera no debe penalizarse sino considerarse un derecho constitucional, pues encarcelar a quien ultraja la bandera constituye un ultraje más grave a la libertad de expresión; y es ese derecho mayor el que asiste y protege a quienes queman banderas y efigies del Rey en Cataluña o reciben al monarca en un estadio con una gran pitada.
Si los ediles del PP se sienten ultrajados por una gansada con la tela bicolor como víctima, les queda el mentado recurso de decir una misa de desagravio a la bandera en la Basílica de la Patrona. La Asociación de la Prensa de Granada, tan aficionada a las eucaristías y a encomendarse a la Virgen -para rogar por los periodistas con contratos precarios, supongo- puede asesorarles.
Los políticos, y en general la gente que se toma a sí misma demasiado en serio, velan por los símbolos patrios porque catalizan sentimientos primarios y estimulan pasiones colectivas sin recurrir a la razón. El “Dios, Patria y Rey” del carlismo y el “Patria o muerte” del castrismo, van dirigidos a la epidermis y las vísceras, nunca al cerebro, y nada mueve más al bostezo que las guerras de banderas que cada verano estallan en las fiestas patronales del País Vasco.
Antes del episodio de Granada dos chavales, un andaluz y un canario, casi pasan seis años en las cárceles letonas por robar banderas del país báltico tras un partido de fútbol en Riga; un punki mallorquín fue juzgado por arriar la bandera española de unos juzgados de Palma e intentar quemarla después –aunque llevaba tal cogorza que no atinó con el mechero-, y un mexicano robó la enseña española que por algún extraño motivo ondeaba ante el Congreso de Aguascalientes, lo que consideraba ofensivo y colonialista.
Por fortuna no suelen tener éxito quienes pretenden convertir el ultraje a la bandera en un grave delito. Incluso en los EE.UU., que nos mete las barras y estrellas hasta en la sopa, el Senado frenó una reforma constitucional para prohibir la profanación de banderas y otros símbolos nacionales. Es doctrina reiterada por el Tribunal Supremo estadounidense que el ultraje a la bandera no debe penalizarse sino considerarse un derecho constitucional, pues encarcelar a quien ultraja la bandera constituye un ultraje más grave a la libertad de expresión; y es ese derecho mayor el que asiste y protege a quienes queman banderas y efigies del Rey en Cataluña o reciben al monarca en un estadio con una gran pitada.
Si los ediles del PP se sienten ultrajados por una gansada con la tela bicolor como víctima, les queda el mentado recurso de decir una misa de desagravio a la bandera en la Basílica de la Patrona. La Asociación de la Prensa de Granada, tan aficionada a las eucaristías y a encomendarse a la Virgen -para rogar por los periodistas con contratos precarios, supongo- puede asesorarles.
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