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martes, 14 de septiembre de 2010

South Pop Isla Cristina, Esplendor escandinavo en la hierba

Al fin pude comprobar, tras dos años de quedarme con las ganas, qué de cierto había en lo que contaban de la edición veraniega del South Pop en Isla Cristina. Respecto a los aspectos organizativos constato que los halagos se quedaron cortos, o bien se ha mejorado en esta tercera edición. Es la antítesis de lo que nos tienen acostumbrados la mayoría de los festivales de este país y el de al lado -los portugueses lo hacen aún peor-. Todo son comodidades, como pensado para los que ya tenemos una edad y pasamos de roña, de colas, hooligans, insalubridades y acampadas inmundas. Exitazo de la guardería, del césped abundante y la barra bien atendida y rapidísima, conciertos que empezaban a su hora y hasta Endesa estuvo fina cargándose con un apagón el set de los insufribles Nitoniko, a quienes se dio segunda oportunidad en el escenario de los djs. Y fuera del recinto las sesiones en la piscina del Barceló han arrasado. Si acaso sobraba presencia de policía y vigilantes variados en un ambiente que era cualquier cosa menos conflictivo. Estos valores deberían ser garantía de continuidad si los vaivenes políticos -viene año de elecciones- o los de la promotora Green Ufos no lo tuercen. Pero a la música es a lo que voy. A lo visto y oído, que fue variado en estilos y calidad. Comienzo por el principio.



Me arrepiento profundamente de haber llamado cansautor a Rauelsson. Ante poquísimo público -el del South Pop es especialmente tardón y abarrotaba escenarios sólo bien avanzada la noche- , hicieron un breve pero convincente espectáculo, con profesionalidad sobrada, buenas canciones y una banda grande y bien engrasada. Rauelsson cautiva y engancha en directo si uno está dispuesto a poner de su parte un poco de atención.



Del espectáculo de Fitness Forever, entre Abba y San Remo, lo más destacable era la pinta de su orondo bajista, que parecía haber dejado la góndola amarrada en el puerto de Isla Cristina y estar deseando irse a amasar pizzas. El s
how retro de los italianos es tan ligero que se diluye nada más oirlo, y aún así al cabo de muy poco rato se siente uno empachado de tanto merengue nostálgico.



Dorian tienen muy complicado lo de salir de la segunda división. En directo suenan tremendamente correctos, tanto como incapaces de sorprender. El repertorio de "La ciudad subterránea", en el que se basó su actuación compendia sus virtudes y carencias. Van sonando cada día más profesionales, pero no dejo de ver en ellos un cruce imposible entre las inquietudes estéticas del Aviador Dro, sin su sentido del humor ni su desparpajo, y un discurso que aspira a trascender con letras que me recuerdan a las de 091. La "Tormenta de arena" con la que cierran el concierto es lo mejor que han grabado hasta ahora y lo que más recuerda a los chicos de Servando Carballar, espirales y cápsulas especiales incluidas.

Una hora de apagón interrumpió la actuación de Nitoniko cuando iban por su cuarto tema. La organización les dio una segunda oportunidad y pudieron actuar en el set de los djs durante el segundo día. Aunque ellos citarán a La Mode como referencia, en disco se quedan en los Mecano de "Maquíllate", pero al verles en directo descubrí que su reino no es de este mundo, sino del de Operación Triunfo. Aunque lo verdaderamente irritante era ver a tanto maromo con sus camisetas de Animal Collective alucinando con canciones que Chenoa rechazaría por blandas.



Suerte que la luz volvió para que pudiéramos ver brillar en toda su intensidad el talento del noruego Erlend Øye al frente de The Whitest Boy Alive, una banda infinitamente mejor de lo que nos habían contado y de lo que ellos mismos piensan. Subrayen la idea de banda, porque ésta es un mecanismo de relojería de cuatro piezas que funciona con una perfección solo comparable a su soltura. Tienen la virtud de que su música, compleja y elaborada, aparenta estar hecha con despreocupación. Cada instrumento suena limpiamente justo como debe sonar, sin trampa ni cartón. Su funk orgánico -"Keep a Secret", "Timebomb"- puede recordarnos a Chic -como producido por Nile Rodgers pero sin pagar la minuta de Rodgers-, su chill out inteligente recrea aromas de Steely Dan -"Gravity"-, y son capaces de fabricar tecno energético -"Islands"- desde lo analógico. Suyo fue el show más largo y brillante del festival y suyo es un más que prometedor futuro.



Cerraron la primera noche We Have Band, que quemaron su mejor cartucho, "Divisive", para comenzar, y mantuvieron el listón con un directo enérgico y muy bailable, sin renunciar a territorios más oscuros. Su electro-pop tiene reminiscencias de los primeros ochenta -Heaven 17, Human League- pero a falta de un sonido más distintivo descansa demasiado en el acierto melódico y/o rítmico de sus singles. Hasta ahora han dado en la diana, pero por lo visto en directo me quedo con la sensación de que en un año nadie hablará de ellos.

Del segundo día me perdí la actuación inicial, la de los sevillanos The Baltic Sea, pero por lo visto en algún vídeo que ya anda circulando, no lamentaré la pérdida. Espesos.



Roger Quigley es un pájaro de cuidado. Imposible verle sin una copa -whisky con cocacola- en una mano y un cigarrillo de liar en la otra. En su identidad de At Swim Two Birds, acompañado de guitarrista en directo y banda pregrabada, su show se anunciaba como "At Swim Two Birds play Sinatra". Interpretar a Frankie fue el reto que le plantearon desde Green Ufos y respondió a medias: sólo tres temas del repertorio Sinatra, incluido un arrebatador "Love's Been Good To Me", y el resto cosecha propia, del octanaje emocional de "I need him" o "In bed with your best friend". Con una forma de cantar que recuerda más a Scott Walker que a Sinatra, y pese a estar tan enamorado de sí mismo, Quigley logró cautivarnos y desear que su actuación se hubiera prolongado aún más.


La actuación de Sad Day For Puppets mereció
más entrega por parte del público, que estuvo frío con los suecos pese a lo fácil que es conectar con su sonido, la nada novedosa fórmula de chica con voz inocente y melodías pop sobre muralla de ruido. Pero a pesar de la escasa originalidad de su propuesta, Sad Day For Puppets suenan poderosos en directo, tienen en sus filas a un gran guitarrista, Marcus Sandgren, y un puñado de buenas canciones que sonaron en su pase por el South Pop -"Marble Gods" o la dylaniana "Monster and the Beast"- o que se echaron de menos, como la preciosa "Tingle in my Hands".



The School mostraron menos gracia aún que Fitness Forever en su anecdótico e innecesario ejercicio de revivalismo -y pensar que todos estos listillos indies desprecian a grandes revivalistas como Eli Paperboy Reed, Duffy o la Winehouse precisamente por serlo-. Las galesas, por más ganas que le pongan no logran ni de lejos que nos acordemos de Lulú o Nancy Sinatra, y menos si desafinan como ratas, que fue el caso.



Misma falta de conexión con el público que Sad Day For Puppets mostraron sus paisanos The Radio Dept. Definitvamente no era el día Ikea. Pero al trío de Malmö ni falta que les hace. Su shoegaze funciona igual con o sin público, o a pesar del público. Intensos, ruidosos, melódicos y efectivos, a veces próximos a unos The Cure sin concesiones, en otros momentos -"David"- más pop y asequibles, funcionan como una banda sólida, consolidada y con actitud y a mí me convencieron plenamente como lo mejor de la segunda noche...



...Con permiso de Hidrogenesse. Lo suyo no tiene nombre. Que un dúo tan freak de música programada con vestimentas imposibles -el uno todo lamé travesti, el otro salido de una peli de Wes Anderson- vuelva loca a una concurrencia masiva y entregada entre la que abundaban los disfraces -no necesariamente de tigre- es un fenómeno a analizar. Claro que cuando se tienen tan buenas canciones, y se está a años luz por delante de la media en el panorama nacional se comprende hasta que todo nos parezca una mierda menos lo suyo. Estuvieron todo el festival entre el público, los más accesibles junto con Quigley aunque más sobrios.



De los
sets de djs estelares, vi poco de Guille Milkyway -estaba reventado a esas horas- pero el negrísimo comienzo fue demoledor y en los primeros temas que pinchó mostró auténtica erudición. Decepcionate en cambio Bob Stanley, de Saint Etienne, técnicamente nulo y cayendo en bastantes obviedades en su selección.

martes, 17 de agosto de 2010

Origen, la seudociencia del sueño


Definitivo. No debo tener ni puñetera idea de cine. No puede ser que la crítica aplauda con unanimidad un producto que además arrasa en la taquilla y que a mí me haya parecido un truño pretencioso e insoportable. No debo haberme enterado de nada.


El descoloque me viene tras el visionado de Origen (Inception, 2010), de Christopher Nolan, cuyas dos horas y media me resultaron tan eternas como insufribles y cuyo buceo en los mundos oníricos a punto estuvo de dejarme grogui en algunos de los múltiples planos de la somnolencia por los que los protagonistas se mueven como peces en el agua. Pero no debo haberme enterado de nada. Todos los críticos de La Butaca dan a Origen una generosa lluvia de estrellas y alaban un guión milimetrado, un prodigio visual, una maravillosa inmersión en el subconsciente. Otros hablan de notable, intenso e hipnótico thriller de ciencia-ficción. Vas al Tomatómetro de la crítica estadounidense y los tomates frescos -las críticas positivas- son un apabullante 87%. Y la taquilla... 160 millones de dólares invertidos y ya van 360 millones recaudados. Esta claro, debo ser yo el equivocado, y todo me pasa por haber escogido la jodida pastilla azul y no estar abierto a dejarme llevar.



¿Pastilla azul?... um... Ya me sonaba tanta unanimidad, la coincidencia en proclamar una nueva revolución cinematográfica tras la que ya nada será igual, el consenso onanista en que no todo está perdido en el cine comercial, en que también puede haber inteligencia en un blockbuster -toma, claro, menudo hallazgo-. ¿Alguien se acuerda de Matrix (1997)? Aquello era el no va más, pura innovación tecnológica con aquellos planos ralentizados que una década después han quedado para las parodias, con esa estética gótico-futurista que los años han situado al nivel del primer Travolta -Neo era un hortera integral, y Morfeo, no digamos-; y cómo babeábamos con la supuesta carga filosófica tras la que sólo había vana palabrería, trascendencia de todo a cien y la jerga seudocientífica tan querida por el cyberpunk.

Pues sí, tras intentar en vano meterme en la película de Nolan -es difícil conectar con una historia que pone tanto empeño en tomarte el pelo-, y ver después los halagos que se le dispensan, estoy convencido de estar ante un nuevo fenómeno Matrix de obnubilación colectiva. Para empezar, lo primero que mueve a sospecha es que sea Christopher Nolan el director y guionista. Recordad que Nolan perpetró pretenciosas pajas mentales -con legión de seguidores- como Memento (2000) e Insomnia (2002) y aunque sus dos Batman -sobre todo El Caballero Oscuro (The Dark Night, 2008)- le redimen en parte, en ambas el segmento final revelaba que lo que más interesa a Nolan es curtirse en el cine de espectáculo pirotécnico y ruido, que es el que da pasta. Porque, no se engañen, el sobrevalorado Christopher Nolan en el fondo quiere ser Michael Bay y dirige más torpemente que Michael Bay la misma clase de espectáculo al que añade mucha cháchara, mucho mesianismo pero al final todo se resuelve a base de explosiones, tiros y trompadas que, eso sí, suenan que te cagas.

Ojo, no es legítimo reivindicar Origen como espectáculo circense y palomitero cuando queda tan claro que las pretensiones de trascendencia son exacerbadas. Porque esa inmersión más confusa que compleja en los mundos del subconsciente, tan recurrente en la filmografía de Christopher Nolan, se hunde en su propia fatuidad a poco que se compare con obras mucho menos ambiciosas y mucho más logradas con los sueños y la vigilia como materia prima. Sea desde un punto de vista cercano a la comedia -La ciencia del sueño (La science des rêves, Michel Gondry, 2006)- o con gravedad claustrofóbica -El Maquinista (The Machinist, Brad Anderson, 2004)-. O porque la enrevesada retórica con la que se nos da gato por liebre es tan hinchada y pedante como un álbum triple de Bumbury.



Cuando llega el desenlace en el paisaje nevado te das cuenta del timo: los escenarios exóticos -Kyoto, Mombasa, los bosques alpinos- las armas sofisticadas, las motos de nieve, las explosiones, las persecuciones... te habían vendido una peli de autor de gran presupuesto pero lo que te llevas es una de James Bond. ¿Y la unanimidad de la crítica? tal vez sea que hay mucho crítico harto de cinestudios y festivales que se agarra a la primera justificación vagamente intelectual que encuentra para pasarse al más agradecido mundo de las palomitas. Y hay algunos que, por lo general, preferimos un buen filete pero cuando queremos palomitas no necesitamos dar vueltas y vueltas al quiosco disimulando.

lunes, 1 de febrero de 2010

25 motivos para ver cine español


¿De verdad el cine español es tan malo?

Es el debate de siempre, oportunamente atizado por quienes pretenden cargarse el sistema de subvenciones públicas o colocar a la taquilla como único baremo en el reparto de apoyos públicos y privados. Algunos incluso echan mano de datos y estadísticas pseudocientíficos para demostrar el bajísimo nivel de calidad del cine hecho en España. Otras estadísticas más serias demuestran que la imagen del cine español entre el público nacional es relativamente positiva, aunque una cosa es lo que el público admite y otra muy distinta lo que realmente va a ver. También los hay entusiastas y quienes, como el crítico Javier Ocaña, se han parado a buscar cuales son los defectos que hacen que la producción cinematográfica española no convenza como debería a público general y a cinéfilos exigentes. Al margen de esos debates siempre tenemos el recurso -fácil, lo admito- de defender que nuestro cine produce mucha basura y unas poquitas joyas, como ocurre con el estadounidense, el francés, el italiano o el paquistaní. Y que es necesario el esfuerzo por defender esas joyas y sobre todo por lograr que sean conocidas y disfrutadas.

Toda selección es personal, y las que siguen son las veinticinco películas por las que a mi juicio el siglo y pico de historia del cine español ha merecido la pena. No pretendo que sean las mejores, son las que, por distintos motivos más me han llegado, 25 películas de culto, pero un culto exclusivamente personal. Creo que el esfuerzo por encontrarlas y verlas puede deparar muchas satisfacciones. Los vídeos incrustados de El desencanto, Queridísimos verdugos y La teta y la luna incluyen las películas completas.


1. Arrebato, de Iván Zulueta (1979)

Arrebato fascina hasta lo hipnótico en su búsqueda de la esencia de lo creativo, algo que sólo nos puede ser revelado. Cine dentro del cine, drogas, posesión y vampirismo se dan la mano para que el protagonista logre una revelación: cuando se crea, se desaparece en la obra creada y el mundo invocado se materializa. Pero además de esa reflexión es necesario algo más, pasión, arrebato, para dar el paso definitivo de una dimensión a otra. El instrumento, una cámara rebelde que se pone en marcha cuando quiere, metáfora de la inspiración, no es más que un vehículo para el deseo, para la decisión que ha tomado el creador.

2. El espíritu de la colmena, de Victor Erice (1973)

El dramaturgo Maurice Maeterlinck emplea la expresión 'El espíritu de la colmena' para describir "ese espíritu todopoderoso, enigmático y paradójico al que las abejas parecen obedecer, y que la razón de los hombres jamás ha llegado a comprender". Fábula infantil sobre el despertar de la infancia al mundo, encarnado en dos niñas que hacen frente a la realidad por medio de la fantasía. Mientras las niñas despiertan a la vida, los adultos hibernan encerrados en una colmena, atrapados en el páramo yerto de la España de la posguerra. Victor Erice describe una realidad de horror sostenida por los hilos de la fantasía, un mundo hecho más de silencios y susurros que de palabras, con demasiados sobrentendidos que la hambrienta imaginación de una niña no puede admitir.


3. El desencanto, de Jaime Chávarri (1976)

Un experimento explosivo que se escapa de las manos de su autor, que decide por sí mismo. El desencanto es una película que construyen sus protagonistas, la familia Panero, un reality show de la inteligencia, de una ferocidad dolorosa en el tratamiento de las relaciones familiares. La figura del padre muerto, el poeta Leopoldo Panero, que es el único que no puede defenderse, es abordada por los hijos y la viuda e inevitablemente todos hablan de todos, sin mostrar piedad ni siquiera de sí mismos. Bastante mérito tiene Chávarri con poner en orden todo ese material, tan rico como terrible, con intentar despojar a cada uno de los protagonistas de sus máscaras, para que muestren todo el dolor que atesoran y con el que alguno de ellos tanto parece disfrutar.

4. Plácido, de Luis G. Berlanga (1961)

Me sobrecoge más que El Verdugo. Plácido describe un inmenso páramo moral, una España desoladora, una mezquindad inmensa. Desde los irreverentes títulos de crédito hablamos de la obra cinematográfica más subversiva realizada durante el franquismo, bajo su delgadísimo disfraz costumbrista. Nunca el plano secuencia contuvo tantas acciones y lecturas superpuestas, nunca un director de actores como Berlanga sacó tanto partido del talento de López Vázquez, Quintillá, Cassen y tantos otros. Sin piedad se ataca el fariseismo pequeñoburgués, la caridad cristiana y las campañas del Régimen para poner un pobre en la mesa. No hay comedia más amarga en el cine europeo, no cabe imaginar un cuento de Navidad con más bilis.

5. El extraño viaje, de Fernando Fernán-Gómez (1964)

Rara, diferente, inquietante, genial. Fernán-Gómez da lecciones de valentía a los cineastas de hoy, transformando sutilmente lo que empieza en relato costumbrista en morboso catálogo de fetichismos y travestismos, dando a sus actores papeles en las antípodas de los arquetipos en los que los encasillaba el público, convirtiendo un episodio de la crónica negra en esperpento claustrofóbico y de un romanticismo enfermizo. Fernán-Gómez opta por una puesta en escena emparentada con la nouvelle vague y el free cinema, pero el guión y la técnica son más precisos y depurados que en esos modelos europeos.

6. El puente, de Juan Antonio Bardem

El puente es una película más innovadora e importante que las obras más aclamadas de Bardem, Muerte de un Ciclista o Calle Mayor. Lo es porque es la primera road movie de nuestro cine y la mejor que hasta la fecha haya dado el cine europeo. Lo es porque culmina el landismo y le da muerte con la complicidad de quien le da nombre al subgénero, un Alfredo Landa decidido a demostrar que era uno de los grandes. El puente, que adapta una gran novela de Daniel Sueiro, Solo de moto, es importante porque en el viaje del protagonista a lomos de su Montesa y en pos de las suecas de la Costa del Sol, éste toma una doble conciencia: la social y comprometida, y también la de que existen alternativas de vida diferentes. Esta doble toma de partido, izquierdista y contracultural, es inédita en el maniqueismo ideológico de la época. La playa vacía y un Torremolinos sin suecas en bikini ni machos ibéricos a sus pies puede parecer un desolador final para un viaje, pero es en realidad el comienzo de un futuro más real y verdadero.

7. La torre de los siete jorobados, de Edgar Neville (1944)

Esta delicia es una marcianada en el cine español de posguerra. La Torre... enfrenta dos escenarios, un Madrid castizo y folclorico y un extraño mundo subterráneo diseñado bajo los cánones del expresionismo. Un sainete fantástico que une galantería, superstición, fantasmas, conspiraciones, venganza de ultratumba, mensajes cabalísticos, jorobados y judíos que han sobrevivido siglos en las catacumbas de la ciudad. Neville transgrede con ese batiburrillo estético y sorprende con la agilidad con que resuelve las bizarras situaciones.

8. El cochecito, de Marco Ferreri (1960)

El cochecito es una conjunción de tres astros cuyo resultado no es una suma, sino una multiplicación de talento y genio: el guionista Rafael Azcona, el director Marco Ferreri y el actor Pepe Isbert. Describe una humanidad sumida en la fealdad, en la deformidad, con un poder corrosivo que si entonces chocaba con la censura, hoy se daría de bruces con la corrección política. El cochecito carece de precedentes en el cine español, sus raíces hay que buscarlas en Solana y en Goya. Y todo ello con un envoltorio en el que no faltan un humor brillante hasta provocar el ataque de risa y una enorme ternura.



9. Innisfree, de José Luís Guerín (1991)

Guerín, siempre obsesionado con el tiempo, recorre los paisajes donde cuarenta años antes John Ford regresó a sus orígenes en busca de su pasado, mientras realizaba El hombre tranquilo, obra que subyace en el fondo del film, como fundamento y como sugerencia transformada en leyenda, por cronistas de taberna. Como El hombre tranquilo, Innisfree, un paraíso no tan perdido, una Ítaca cercana, permanece en el tiempo, que no ha borrado la frescura casi purificadora que destilan sus imágenes, gracias a una mirada limpia, no contaminada, siempre poética, que juega con la confusión entre lo rememorado y lo imaginado, la tradición, las licencias literarias, y la magia de los espacios físicos y humanos que retrata.

10. Tasio, de Montxo Armendáriz

Los carboneros vascos que inspiraron esta hermosísima película eran hombres de tan pocas palabras como tiene Tasio, que no necesita de lo discursivo para hablarnos de formas de vida ligadas a la tierra y condenadas a desaparecer. Tasio reivindica quedarse en esa tierra cuando todos la abandonan para huir a las ciudades, nos invita a mirar con ojos limpios. Armendáriz sabe dotar de vida a los paisajes y los tres espléndidos actores que interpretan las edades de Tasio dan al personaje auténtica dimensión heróica.
11. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, de Pedro Almodóvar (1983)

Almodóvar tiene películas mucho más logradas -Átame, Mujeres..., Todo sobre mi madre-. Ésta, su cuarta película, conserva parte de la chapucera factura y las astracanadas pop de sus primeras cintas, con secuencias completas prescindibles, pero la Carmen, frágil, adicta y desgraciada pero resolutiva, que borda Carmen Maura sigue siendo su personaje más rico y logrado. Almodóvar desvela aquí su talento expresivo, su pasmosa facilidad para introducir el surrealismo en personajes y situaciones cotidianas, para reproducir con tanta gracia como desgarro la realidad. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? divierte, emociona y contiene el elemento trágico y agridulce del mejor neorrealismo.

12. Tras el Cristal, de Agustí Villaronga (1987)

Villaronga es un director muy especial, ningún otro cineasta español tiene un mundo propio tan personal, es un maestro del desasosiego. Aplicarle la etiqueta de maldito es simplificar, aunque se lo gane a pulso con obras tan turbadoras como ésta, entre Arrebato y Saló. Tras el cristal aborda sin miedo, con morbosa fascinación, temas realmente duros: la pedofilia, el fascismo, la tortura, la dominación... La exhibición de lo grotesco con una frialdad acentuada por la gélida fotografía hace que a cada momento el espectador se revuelva incomodo en su asiento.

13. Mi tío Jacinto, de Ladislao Vajda

Pablito Calvo y Ladislao Vajda, se unen de nuevo tras el éxito de Marcelino, pan y vino, pero donde había ternurismo hay ahora cruda exposición de la realidad española de posguerra. Es neorrealismo a la española, con ternura y toques agridulces, con freaks y marginados de todo pelaje, pero aquí estamos más cerca de la picaresca que del melodrama.

14. Amantes, de Vicente Aranda (1991)

Aranda, capaz de lo mejor y de lo peor, logra en Amantes su película más sólida, a la altura de los maestros del suspense. Morbosa, triste, de un erotismo explícito y con un logradísimo final que es casi un sacrificio ritual. Tras el triángulo de amor y muerte que describe hay también un enfrentamiento cruento entre puritanismo y modernidad, entre las dos Españas en definitva.



15. La campana del infierno de Claudio Guerín (1973)

Claudio Guerín murió al caer desde un campanario rodando las últimas escenas de esta película de horror a contracorriente del género. Todo se une para magnificar el malditismo si no fuera porque el mito no existe, dado que casi nadie conoce esta salvajada con clara influencia del giallo, pero mucho más valiente y extrema, y sobre todo, mucho más inteligente -los giros de guión son tremendos- que todo el gore que se hizo a partir de la posterior La matanza de Texas, porque La campana del infierno está más cerca de Un perro andaluz que del cine de terror contemporáneo.

16. Juguetes Rotos, de Manuel Summers (1966)

Manolo Summers se empeñó en dilapidar su carrera con sus odiosas películas de cámara oculta, y resulta díficil reconocer al último Summers en el director que debutó con un trío de grandes películas: Del rosa al amarillo, La Niña de Luto y el documental Juguetes rotos. Este último se construye con los mismos elementos que hicieron posible sus películas malas: la inocencia y la ternura. Es también un ejercicio de recuperación de la memoria, una queja por lo mal que olvidamos y lo peor que recordamos centrada en las vidas olvidadas de viejas glorias: boxeadores, toreros, cantantes de cabaret... El desgarrador testimonio del futbolista Guillermo Gorostiza ya vale por toda la película.


17. Queridísimos verdugos, de Basilio Martín Patino (1973)

Esta es una película clandestina, literalmente, pues fue rodada a escondidas del régimen franquista. La búsqueda de los últimos verdugos, en Badajoz, en Granada... deviene en un esperpento tremendista y tremendo, cercano a la locura, más Solana que Valle. Martín Patino construye un proceso de subversión y desenmascaramiento mediante el cual unos seres inicialmente propuestos como verdugos devendrán víctimas patéticas y manipuladas de un entorno sociopolítico que descarga sobre ellos una responsabilidad que no les pertenece y que se ven obligados a asumir como medio de supervivencia.

18. ¿Quién puede matar a un niño?, de Narciso Ibañez Serrador (1976)

Con todas sus servidumbres al momento en que está rodada –las referencias a los conflictos bélicos, el nada velado mensaje antiabortista–, ¿Quién puede matar a un niño? mantiene toda su vigencia. Narciso Ibáñez Serrador demostró su dominio del cine de terror sin necesidad de recurrir a los trucos habituales del género. Todo ocurre a la luz del día. La crueldad y el horror los llevamos dentro. Una playa llena de bañistas, unos cuerpos que aparecen flotando cosidos a cuchilladas y el uso efectivo de los escasos diálogos bastan para advertirnos que vamos a pasarlo mal.

19. Vida en sombras, de Lorenzo Llobet-Gracia

Película dramática de un documentalista, obra casi inédita salvada por la Filmoteca Española, Vida en sombras es cine dentro de cine como no sería abordado en España hasta Arrebato, pero además es de una calidad formal desconocida en la época en que se rodó. Los encuadres, los movimientos de la cámara en reducidos interiores, las elipsis narrativas están muy por encima de la media. Y como obra de un documentalista sobre el mundo del cine, apuesta por la inmersión de la realidad en la ficción, por el cine como exorcismo para ahuyentar la crueldad de la realidad.

20. En la ciudad, de Cesc Gay (2003)

En las antípodas del costumbrismo, la tercera, y muy coral, película de Cesc Gay es un drama de desasosiego e incomprensión, que se oculta bajo sonrisas forzadas, bajo mentiras asumidas como verdades y secretos inconfesables. Lejos de plantearse como un drama cínico, hace reír mientras muestra la crueldad de los sentimientos, la infelicidad que ahoga a sus personajes y el matrimonio como principio del fin del amor.
21. Viridiana, de Luis Buñuel (1961)
¿Por qué está Buñuel tan bajo en esta lista? Sencillo, siendo Viridiana una extraordinaria película, no es ni de lejos lo mejor de Luis Buñuel, que si exceptuamos el sensacional documental Tierra sin pan, se da en su etapa mexicana. El ángel exterminador, Nazarín, Simón del desierto o Los olvidados no son cine español. De todas formas, es magistral la facilidad con la que humor y drama se confunden en esta feriocísima sátira llena de imágenes perturbadoras: la mórbida visión de una monja inexperta aprendiendo a ordeñar vacas, la misma monja haciendo uso de fetiches como una corona de espinas o una cruz, un grupo de esperpénticos vagabundos montando una bacanal e imitando la Última Cena, una corona de espinas en llamas, un ahorcado en un árbol...

22. La Buena Estrella, de Ricardo Franco (1997)

Justísimo reconocimiento el que obtuvo Ricardo Franco al final de su carrera y de su vida, con este espléndido drama, coescrito con -¡ejem!- Ángeles González Sinde. Película íntima, de tono sosegado y triste, pese a lo tremendo de algunas situaciones, sobre la mala suerte, la imposibilidad de escapar al destino y los lazos que atan a los amantes incluso en contra de su voluntad. En el triángulo amoroso protagonista, Franco nos muestra tres formas distintas, e incompatibles, de buscar la felicidad.

23. Tamaño natural de Luis García Berlanga (1974)

De nuevo Azcona y Berlanga, en este caso el erotómano empedernido, fabrican juntos una obra maestra. Un Michel Piccoli inmenso protagoniza esta alegoría sobre la incomunicación. El sexo, la fantasia, los celos posesivos se materializan en esta relación surreal de un dentista con una muñeca hinchable. Es un Berlanga buñueliano de realización exquisita y narración precisa, tan ácido y divertido como siempre, tan pesimista como siempre.


24. La teta y la luna, de Bigas Luna (1994)

Cerrando la trilogía hispánica que forman la estupenda Jamón, jamón y la horrorosa Huevos de oro, La minusvalorada La teta y la Luna es para mi la mejor película de Bigas Luna, la más arrebatadoramente romántica. Su acierto está en emplear como hilo conductor las reflexiones de un niño como la mejor excusa para abonar al público, como voyeur, a las imágenes que le interesan, dejando de lado las convenciones represivas. Hasta lo escatológico tiene un halo romántico. Memorables apariciones de un jovencísimo Miguel Poveda.

25. Héctor, de Gracia Querejeta (2004)

Película de maduración moral de unos personajes tratados con mucho respeto, revela paulatinamente la interioridad de unos personajes muy bien dibujados, complejos y obligados tomar decisiones cruciales. Conforme avanza la trama, nos identifica unas existencias agarrotadas por el miedo, encadenadas por fantasmas y necesitadas de amor.

martes, 5 de enero de 2010

Avatar, un estomagante papilla new-age vendida como revolución high-tech

Mata jipis en Pandora

Avatar entra en la historia, Avatar ya es leyenda... La prensa generalista no sabe ya qué hipérbole emplear para vendernos la moto de que la última película de James Cameron es la revolución tras la cual el séptimo arte no volverá a ser el mismo. Y tras las dos horas y media llevando en los ojos una imitación de wayfarers por las que me cobraron casi diez euros para ver una experiencia 3-D que no me ha llevado mucho más lejos que It Came From Outer Space (1953), servidor sigue convencido de que la revolución será televisada, pues Mad Men, The Wire y hasta Lost si me apuran son más revolucionarias que esta carísima bazofia hippy.



La revolución a la que los periódicos se refieren es económica, desde luego no artística, aunque se tienda a confundir ambas cosas. Que haya superado los mil millones de dólares de recaudación -es decir, los ingresos en tres semanas han triplicado los costes declarados- es para la prensa prueba más que suficiente de genialidad y de que estamos ante el non plus ultra del cinematógrafo. Pero lo realmente triste es leer a críticos hechos y derechos que también recurren a la cantinela revolucionaria al referirse
a Avatar: "Los signos de la revolución" (Jordi Revert), "La revolución de lo clásico" (Miguel A. Delgado). El personal anda empeñado en buscar una tabla de salvación para el cine en sí mismo, y se le ha metido en la cabeza que el 3-D y la tecnología infográfica plantarán cara a Internet y el cine en casa, que Avatar puede ser la piedra angular y James Cameron el líder de la revolución en marcha. De ahi tanta proclama sobre el amanecer de una nueva era en la historia del cine, como si la meticulosidad narrativa con la que Michael Haneke compone La cinta blanca, esas imágenes puras que no necesitan el truco o el golpe bajo para contener más violencia que cualquier espectáculo pirotécnico, y retratar la sumisión y la obediencia de la forma más perturbadora imaginable, no hiciera avanzar al cine e hiciera más por su pervivencia que todos los piojosos elfos azules. Como si a la hora de ensamblar una revisión posmoderna de los géneros y los hallazgos del pasado no tuviera más mérito el Quentin Tarantino de Malditos bastardos que juntar en la Turmix Bailando con lobos, La selva esmeralda, Apocalypto, Planeta Salvaje, Bartolomé de las Casas, darle unas gafas al respetable ...e incluso reproducir aquella insufrible fiesta de los ewoks al final de El retorno del jedi.



Nos han vendido demasiadas veces la piedra filosofal, casi siempre asociada a algún hallazgo técnico que se ha quedado en anécdota de inmediato superada por la rápidísima evolución de la tecnología ¿No era Matrix esa revolución? Una década después a quién no se le atraganta su empacho de filosofía de baratillo, el empleo de las técnicas de bullet time ha quedado para las parodias y sobre todo, ¿qué oscuro estante ocupa la trilogía de los Wachowsky en la historia del cine? ¿No era otra revolución el programa Massive empleado en la trilogía de El Señor de los Anillos?. El cine lo revolucionan Murnau, Ford, Fuller, Hitchcock, el neorrealismo, la nouvelle vague, Coppola... los creadores, los narradores, los innovadores y James Cameron no está en ninguna de las tres categorías.



Cameron es un efectivo artesano, no un genio, ni siquiera un cineasta personal, sino un honesto entertainer. Eso deberia ser bastante para él, pues con habilidad y la justa ambición ha sido capaz de regalarnos divertimentos tan de agradecer como Terminator, Aliens o Mentiras Arriesgadas. Pero el éxito de Titanic le esclavizó al bigger than life, James Cameron ya no puede hacer películas como todo el mundo. Con Avatar ni siquiera estamos ante una revolución tecnológica. Con un 60% de infografía y sólo cuatro partes de imagen real para James Cameron y sus aduladores la revolución cinematográfica es una pelicula de dibujos animados más cara de lo normal y en la que un visionado cuidadoso nos revelará que la técnica no está del todo perfeccionada.



Eso en lo que se refiere a la técnica, porque si nos paramos en la historia, el cóctel de tópicos no puede ser más estomagante. Su apuesta por el retorno a la naturaleza frente al afán desmedido de poder y el progreso destructor pasa por la palabrería new age sobre fuerzas telúricas, energías interconectadas, recurre a la religiosidad, cae de lleno en la cursilería y nos vende una ecopacifismo políticamente correcto que nos recuerda las visiones idílicas de los pueblos precolombinos -y la maldad de los colonizadores- que glosaron desde la Brevísima relación de la destrucción de las Indias hasta el Terr
ence Malik de El Nuevo Mundo, pasando por Cortez Cortez de Neil Young. Todo sin matices, previsible, exento de originalidad, y lo que es más grave, radicalmente fariseo, pues al mismo tiempo que se defiende un mensaje ecologista, la película se regodea en el despliegue de poderío militar de forma casi orgásmica. Si en algo destaca el talento de James Cameron para el cine es en su prodigiosa concepción de las secuencias de acción, y claro, el espectador se ve tentado a embelesarse con todo ese lujo de armamento y desear que machaquen sin piedad a los jodidos elfos azules, que además están en desventaja por culpa del mal gusto de sus diseñadores.



Nada de esto parece desanimar a la crítica, dispuesta a comulgar con ruedas de molino. "Las sencillas bondades de un libreto previsible y fácil, repleto de lagunas y fallos devorados por el conjunto y a la postre irrelevantes" escribe José Arce. ¡Irrelevantes!... Me temo que nos enfrentamos a una concepción de lo audiovisual definitivamente contaminada por el videojuego. Pero, ojo, como videojuego tiene Avatar una desventaja fundamental: La audiencia no puede interactuar, salvo comiéndose las gafas 3-D.



¿Salvo alguna cosa de la quema? Sí, esas secuencias de acción realizadas con la brillantez y espectacularidad que son marca de la casa y, lo mejor, la infalible Sigourney Weaver, es verla aparecer y se te pone una sonrisa en los labios, por fin algo que merece la pena. Por cierto en ella la cirujía estética y el ejercicio han obrado milagros, debería presentarle su especialista a Nicole Kidman ...o a Belén Esteban.

Escribe Miguel A. Delgado que "Tal vez dentro de veinte años nos encontraremos con la sorpresa de que los mismos críticos que ahora la denostan la conviertan en una referencia del género". Yo apuesto a que dentro de diez nadie se acuerda de Avatar.