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Publicamos sin pestañear esa nota en la que la Policía Local se vanagloria de haber detenido este año año a 62 personas por delitos contra la propiedad intelectual e industrial e incautarse de casi sesenta mil productos falsificados: ropa, música o cremas faciales. Aceptamos que se valore el material en tres millones de euros y repetimos sin preguntar unas cuentas falseadas que traducen lucro cesante (no probado) en pérdidas para la industria legal:
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Contabilidad aparte, jamás compartiré la jactancia de nuestras fuerzas de seguridad y los políticos a su mando respecto a operaciones en las que no trabajan al servicio de la sociedad sino de intereses empresariales, y que acaban en cacerías de sin papeles que se ganan la vida vendiendo en una acera copias de unos productos cuyas versiones legales llegan al mercado gracias a la explotación del trabajo inhumano de hombres, mujeres y niños en cualquier remoto lugar de Asia o África. Es simple; comprando la marca colaboramos a esa cadena de explotación; pagando por la copia ayudamos a sobrevivir a alguien que lo tiene realmente difícil. ¿Que detrás de estos últimos hay mafias? Seguro, pero son inofensivos raterillos comparados con las mafias que operan con amparo oficial. Se trata al fin y al cabo de un delito, me dirán. ¿Cuál? En el caso de aquel supuesto outlet que en Zacatín vendía ropa falsificada haciéndola pasar por legal, podríamos hablar de estafa, pero ¿hay delito cuando el comprador, víctima de la logolatría que nos afecta, sabe perfectamente que adquiere una copia y paga por ello conscientemente?
Si unos padres no saben evitar que sus hijos, por mimetismo o por no sentirse excluidos del grupo, sean insaciables devoradores de marcas, permitámosles que puedan contentar al crío a un precio asequible en el mercado paralelo. En la situación que están atravesando muchos inmigrantes en esta crisis, comprarles un falso Lacoste es más solidario que esos bolígrafos que anuncian infantas y futbolistas.
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