Nunca habrá otro como Berlanga. Pese a la pereza que tanto artículo hagiográfico -en este caso muchos de ellos sinceros y atinados- da a la hora de escribir sobre un muerto ilustre, hoy me he acordado del Berlanga que, igual que el Fernando Fernán-Gómez al que dirigió en varias ocasiones, siempre se lanzó a morder la mano que le daba de comer para que supiera lo afilados que tenía los dientes. Un anarquista de los que ponen bombas fétidas al paso de la calesa del Rey, el tipo que nos dijo a la cara que España es un asco y que nos descubrió que criamos gürteles en nuestras tripas -aunque hoy hayamos tenido que ver a la Barberá abrazando a su viuda y Camps ponga las banderas de Calabuch a media asta.
Y fíjense, ni Bienvenido Mr. Marshall, ni mi adorada Plácido, ni El Verdugo, ni la demoledora Tamaño Natural, ni ninguna de aquellas Nacionales que creímos coyunturales y resultaron tan eternas como la roña que rascan. Me he acordado de su última película, que dirigío cuando tenía ya 78 años y comenzaba a enfrentarse a lo que describió como una nueva forma de censura, el alzeimer. París-Tombuctú era dinamita anarquista al paso del Rey, triste, amarga y con uno de los finales más deprimentes que haya visto: ese mensaje pintado en una absurda valla: "Tengo Miedo. L.". Sí, yo tuve el mismo miedo al vacio, el miedo paralizante, el individual y el compartido, que nos impide salir de tanta mierda. El mismo miedo que Woody Allen nos contagiaba al final de Celebrity, cuando una avioneta escribe "Help!" en el cielo de Nueva York.
Y si me gusta París-Tombuctú, aunque esté llena de imperfecciones es precisamente porque a su creador le importa un rábano si le critican su desaliño en la puesta en escena, los trazos gruesos o esos chistes chuscos o repetitivos; y qué si maneja un guión muy irregular y personajes mal definidos, si en las resolutivas manos de Berlanga el caos se vuelve inteligencia transgresora, verdadera mala leche, rabia compulsiva... Cuando salí hace doce años de ver París-Tombuctú tuve claro que estaba ante un testamento, el de un solitario, un viejo verde, de un incontrolable, de un anarquista desengañado, de un viejo perro herido al que su miedo hace más peligroso.
París-Tombuctú nos cuenta la huída de un erotómano, solitario y hastiado médico francés a quien su impotencia está a punto de llevar al suicidio -un Michel Piccoli que duerme con un muñeco de madera en autoparódico homenaje a Tamaño Natural- y que decide huir de su consulta parisina y hacer un viaje final hacia la ciudad de Tombuctú para allí acabar sus días. A medio camino hará escala en Calabuch -el imaginario pueblo valenciano que da título a la más minusvalorada obra de Berlanga-. Es un hombre harto, que desea desaparecer, para quien el cuerpo femenino, el fetichismo y la comida son lo único que le atan a la realidad. A nadie se le escapa que Berlanga se describe a sí mismo. Concha Velasco, Amparo Soler Leal, Javier Gurruchaga, Juan Diego, Fedra Llorente, Santiago Segura, Luis Ciges y Manuel Alexandre forman un microcosmos de freaks y enanos, hijos pretendidos de Manolete, la ninfómana, la beata, el fetichista, el anarquista nudista, la alcaldesa lesbiana, el cura corrupto, el ciclista, el revolucionario desengañado...
En París-Tombuctú Berlanga habla de la imposibilidad de la revolución, de la imposible huída, del suicidio imposible, de acabar solo e invisible, de lo que no puedes hacer, de lo que no te dejan hacer, de lo que te hurta la mala suerte, de lo triste que es vivir paralizado por el miedo. Una obra desesperada, deprimente, desvergonzada y libertaria, que no busca tanto la transgresión como el simple terrorismo, con tanta mala hostia como bajo concepto del ser humano.
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Fotogalería publicada por El País
Y fíjense, ni Bienvenido Mr. Marshall, ni mi adorada Plácido, ni El Verdugo, ni la demoledora Tamaño Natural, ni ninguna de aquellas Nacionales que creímos coyunturales y resultaron tan eternas como la roña que rascan. Me he acordado de su última película, que dirigío cuando tenía ya 78 años y comenzaba a enfrentarse a lo que describió como una nueva forma de censura, el alzeimer. París-Tombuctú era dinamita anarquista al paso del Rey, triste, amarga y con uno de los finales más deprimentes que haya visto: ese mensaje pintado en una absurda valla: "Tengo Miedo. L.". Sí, yo tuve el mismo miedo al vacio, el miedo paralizante, el individual y el compartido, que nos impide salir de tanta mierda. El mismo miedo que Woody Allen nos contagiaba al final de Celebrity, cuando una avioneta escribe "Help!" en el cielo de Nueva York.
Y si me gusta París-Tombuctú, aunque esté llena de imperfecciones es precisamente porque a su creador le importa un rábano si le critican su desaliño en la puesta en escena, los trazos gruesos o esos chistes chuscos o repetitivos; y qué si maneja un guión muy irregular y personajes mal definidos, si en las resolutivas manos de Berlanga el caos se vuelve inteligencia transgresora, verdadera mala leche, rabia compulsiva... Cuando salí hace doce años de ver París-Tombuctú tuve claro que estaba ante un testamento, el de un solitario, un viejo verde, de un incontrolable, de un anarquista desengañado, de un viejo perro herido al que su miedo hace más peligroso.
París-Tombuctú nos cuenta la huída de un erotómano, solitario y hastiado médico francés a quien su impotencia está a punto de llevar al suicidio -un Michel Piccoli que duerme con un muñeco de madera en autoparódico homenaje a Tamaño Natural- y que decide huir de su consulta parisina y hacer un viaje final hacia la ciudad de Tombuctú para allí acabar sus días. A medio camino hará escala en Calabuch -el imaginario pueblo valenciano que da título a la más minusvalorada obra de Berlanga-. Es un hombre harto, que desea desaparecer, para quien el cuerpo femenino, el fetichismo y la comida son lo único que le atan a la realidad. A nadie se le escapa que Berlanga se describe a sí mismo. Concha Velasco, Amparo Soler Leal, Javier Gurruchaga, Juan Diego, Fedra Llorente, Santiago Segura, Luis Ciges y Manuel Alexandre forman un microcosmos de freaks y enanos, hijos pretendidos de Manolete, la ninfómana, la beata, el fetichista, el anarquista nudista, la alcaldesa lesbiana, el cura corrupto, el ciclista, el revolucionario desengañado...
En París-Tombuctú Berlanga habla de la imposibilidad de la revolución, de la imposible huída, del suicidio imposible, de acabar solo e invisible, de lo que no puedes hacer, de lo que no te dejan hacer, de lo que te hurta la mala suerte, de lo triste que es vivir paralizado por el miedo. Una obra desesperada, deprimente, desvergonzada y libertaria, que no busca tanto la transgresión como el simple terrorismo, con tanta mala hostia como bajo concepto del ser humano.
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