El escepticismo, arma esencial frente a supercherías y mitos, tiene doble filo. Hay un escepticismo eurocéntrico y reaccionario, con el que observamos cómo los pueblos del Norte de África toman las riendas y mandan al infierno a sus gobernantes. Si alguien comenta la importancia de la Red en las revueltas de Túnez, Egipto y las que vendrán, otro apunta con suficiencia que nueve de cada diez hogares egipcios no tiene Internet. Lo cual es cierto, como lo es que toda revolución, motín o algarada que haya transformado la historia o lo haya intentado estuvo protagonizada por élites, nos guste o no, aunque la mecha la enciendan los desarrapados. Quienes tienen acceso a la formación y a la información y desarrollan capacidad crítica están en la vanguardia, mientras las mayorías se refugian temerosas en sus casas a verlas venir. Importa, sin embargo, que medio millón de habitantes de Alejandría tome las calles y asuma el control, no lo que hacen los otros tres millones.
Al escepticismo y la cobardía se suma la ignorancia de pensar que para los árabes no hay otra alternativa a la tiranía que la religión, quedémonos con la cleptocracia no sea que venga el islamismo, como si sólo los europeos, maestros del fracaso, supiéramos hacer revoluciones. En esa apelación a la estabilidad, en el vértigo por el poder del pueblo descontrolado y en las calles va nuestro conformismo con el mismo régimen de ladrones que compartimos a ambas orillas del Mediterráneo, nuestro sometimiento a la red de intereses comunes que sostiene tanto a sus tiranos como a nuestros líderes electos.
Así se retratan esos sindicatos dóciles y carentes de ambición que han firmado el pacto social –palabras malsonantes en otros tiempos-. Han jugado a perder, se han dejado robar la cartera ignorando que el maximalismo ha de ser la estrategia de quien quiere conseguir algo, como bien saben quienes han aprovechado la crisis para atracarnos, los bancos, los inversores, el Gobierno... Cualquiera versado en el arte del regateo sabe que hay que ir a por todas para obtener algo, o al menos no perder. Para reformar el sistema hay que tener en el horizonte su destrucción. Debimos haber planteado la crisis en términos bélicos, de conquista: Ir a por las 35 horas obligatorias, la erradicación de los contratos temporales o el adelanto, y no el retraso, de la edad de jubilación. Fue al revés y miren lo que tenemos.
No sé ni pretendo saber en qué acabarán las revueltas de los árabes. Las revoluciones no necesitan futurólogos; se improvisan, no se planifican. Pero admiro que tras echar a un presidente vayan a por el resto del régimen, y después a por más. A por todas sin amilanarse, que algo quedará; gran lección para nuestros izquierdistas de salón. Del baúl de consignas tan bellas como vacías que nos dejó el sesenta y ocho la única con plena vigencia es la que nos enseña que ser realistas es pedir lo imposible.
P.S.: Alucino por completo con la soberana gilipollez que publica algún medio bolivariano con membrete del gobierno Chavez: Resulta que según el Ministerio del Poder Popular para la Información y la Comunicación -Orwell hubiera gastado menos saliva-, detrás de las revueltas árabes está la CIA. Pobres necios.
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