domingo, 2 de enero de 2011

El oso y la abeja

Éranse una vez un oso y una abeja que vivían juntos en el bosque y eran grandes amigos. Durante todo el verano la abejita estuvo recolectando néctar incansablemente de la mañana a la noche, mientras el oso se pasaba el día oyendo música, leyendo o tumbado al sol mientras miraba crecer la hierba. Llegó el invierno y el oso se dio cuenta de que no tenía nada que comer. Se dijo “Espero que mi amiga la atareada abejita comparta conmigo su miel”. Pero no pudo encontrar a la abeja por más que buscó. Había muerto de un ataque al corazón causado por el estrés.

Cada noche deberíamos contar a los niños antifábulas como ésta, para contrarrestar el argumento genéticamente heredado de que el trabajo, que el Génesis definió como una condena añadida a la orden de alejamiento del Paraíso, es una bendición que nos dignifica y nos hace mejores. Durante milenios tergiversaron el terrible “Ganarás el pan con el sudor de tu frente” hasta llegar al “Arbeit macht frei” (El trabajo os hará libres) inscrito en el atrio de los campos de concentración nazis. En estos tiempos hemos de añadir que gran parte de la población no puede acceder a un empleo, con el que no buscan ser seres humanos más completos, sino simplemente subsistir, y esa precariedad contribuye a mitificar la posesión de un trabajo y a que muchos acepten el que sea. No hay ética tras esa retórica, sólo el frotarse las manos de quienes se benefician de ella, quienes venden muy caro un contrato laboral. Está uno cansado del discurso de que cuando dispones de un buen empleo has de valorarlo, sobre todo si quienes así se expresan son los propios asalariados. Porque de estar contentos hay un paso al estar agradecidos, porque sabemos a quienes va ese agradecimiento y la sumisión que conlleva. Y la falacia que implica, pues todas las generaciones que han padecido esa exaltación del trabajo han conocido a cientos que vivían divinamente sin dar un palo al agua.

Esa retórica perversa cobra nuevos bríos con la ampliación de la edad de jubilación. Por doquier surgen voces alabando las ventajas de trabajar más tiempo, de lo saludable que es estar activos hasta que muramos o nos rompamos la espalda. Es sangrante que el discurso venga del mundo de la empresa, que nos quiere cotizando hasta los 67 años y más allá pero por lo general a partir de los 55 nos considera inútiles, y aún peor es escuchar el melifluo sermón de quienes están tan convencidos de que tienen mucho que aportar a la sociedad incluso con las caderas rotas y principio de alzeimer. Una cosa es que uno permanezca activo y creativo mientras le duren las fuerzas, ocupado en disfrutar de la vida, y otra bien distinta que tu agenda diaria te la organicen otros hasta que no puedas más. “Me gusta mi trabajo”, dicen. A mí, a ratos, pero como Baterbly, “preferiría no hacerlo”.
 

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