Mar de la Tranquilidad
Fue mi primer trasnoche, junto a mi padre y sin poder apartar los ojos del Zenit en blanco y negro. Puede que para muchos hoy el alunizaje del Eagle sea un acontecimiento menor o insignificante entre los que han formado su memoria de los hechos recientes, pero yo era un niño obsesionado con el Proyecto Apolo que engullía sin masticar cuanta información caía en sus manos sobre la aventura espacial, sin preguntarse aún por sus objetivos, utilidad o su naturaleza de instrumento de propaganda en plena Guerra Fría. Y no sigo porque esto empieza a parecerse a un episodio de Cuéntame –de hecho creo recordar que la serie empezaba con lo ocurrido la noche del 20 de julio de 1969-. Pero viene al caso para descubrirme a mí mismo plenamente identificado ya desde niño con uno de los dos bandos irreconciliables en que nos dividimos los humanos según nuestra posición respecto a la ciencia y la tecnología.
Yo era uno de los creyentes –y seguí siendolo cuando supe que ciencia era también Robert Oppenheimer y que la tecnología produce gas sarín-. Por serlo, aunque devorara ciencia ficción nunca creí en marcianos y el inevitable paso siguiente fue renegar de aquella chorrada de Adán y Eva. Más tarde fui consciente de que existía el otro bando: Allí estaba ese grupo de contumaces que hablaba de banderas ondeando sin aire y extraños reflejos en el objetivo de la cámara para defender que lo de la Luna fue un montaje.
Hoy, espero que con mayor sentido crítico, sigo creyendo en el progreso científico y disfrutando de una tecnología que empleo a menudo sin comprenderla. Y en el otro bando subsiste esa corriente negacionista que combina la desconfianza hacia la tecnología heredera del ludismo con su afición a las teorías de la conspiración. De ellos se burla un falso documental francés, Opération Lune, dirigido en 2002 por William Karel, en el que Christianne, la viuda de Stanley Kubrick, se presta a contar como el director de 2001, una odisea del espacio rodó para la NASA el alunizaje de Armstrong y Aldrin en estudio. Buzz Aldrin participa en la farsa y los mismísimos Henry Kissinger y Donald Rumsfeld –este último coautor años después de otra teoría conspiratoria, la de las armas de destrucción masiva- confiesan cómo la CIA eliminó posteriormente a todos los testigos del montaje.
Cuarenta años después sigo encontrándome a quienes sin pestañear niegan rotundamente la llegada del hombre –norteamericano- a la Luna pero no me sorprende tanto cuando veo cómo cinco años después de los atentados de Atocha tanta gente sigue creyendo a pies juntillas en la conspiración ideada por Pedro J. Ramírez y sus secuaces sobre mochilas, titadines y ácido bórico, etarras, islamistas, socialistas y guardias civiles compinchados y cadáveres colocados en cierto piso de Leganés.
Fue mi primer trasnoche, junto a mi padre y sin poder apartar los ojos del Zenit en blanco y negro. Puede que para muchos hoy el alunizaje del Eagle sea un acontecimiento menor o insignificante entre los que han formado su memoria de los hechos recientes, pero yo era un niño obsesionado con el Proyecto Apolo que engullía sin masticar cuanta información caía en sus manos sobre la aventura espacial, sin preguntarse aún por sus objetivos, utilidad o su naturaleza de instrumento de propaganda en plena Guerra Fría. Y no sigo porque esto empieza a parecerse a un episodio de Cuéntame –de hecho creo recordar que la serie empezaba con lo ocurrido la noche del 20 de julio de 1969-. Pero viene al caso para descubrirme a mí mismo plenamente identificado ya desde niño con uno de los dos bandos irreconciliables en que nos dividimos los humanos según nuestra posición respecto a la ciencia y la tecnología.
Yo era uno de los creyentes –y seguí siendolo cuando supe que ciencia era también Robert Oppenheimer y que la tecnología produce gas sarín-. Por serlo, aunque devorara ciencia ficción nunca creí en marcianos y el inevitable paso siguiente fue renegar de aquella chorrada de Adán y Eva. Más tarde fui consciente de que existía el otro bando: Allí estaba ese grupo de contumaces que hablaba de banderas ondeando sin aire y extraños reflejos en el objetivo de la cámara para defender que lo de la Luna fue un montaje.
Hoy, espero que con mayor sentido crítico, sigo creyendo en el progreso científico y disfrutando de una tecnología que empleo a menudo sin comprenderla. Y en el otro bando subsiste esa corriente negacionista que combina la desconfianza hacia la tecnología heredera del ludismo con su afición a las teorías de la conspiración. De ellos se burla un falso documental francés, Opération Lune, dirigido en 2002 por William Karel, en el que Christianne, la viuda de Stanley Kubrick, se presta a contar como el director de 2001, una odisea del espacio rodó para la NASA el alunizaje de Armstrong y Aldrin en estudio. Buzz Aldrin participa en la farsa y los mismísimos Henry Kissinger y Donald Rumsfeld –este último coautor años después de otra teoría conspiratoria, la de las armas de destrucción masiva- confiesan cómo la CIA eliminó posteriormente a todos los testigos del montaje.
Cuarenta años después sigo encontrándome a quienes sin pestañear niegan rotundamente la llegada del hombre –norteamericano- a la Luna pero no me sorprende tanto cuando veo cómo cinco años después de los atentados de Atocha tanta gente sigue creyendo a pies juntillas en la conspiración ideada por Pedro J. Ramírez y sus secuaces sobre mochilas, titadines y ácido bórico, etarras, islamistas, socialistas y guardias civiles compinchados y cadáveres colocados en cierto piso de Leganés.
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