De las serpientes de verano de 2010 la más ridícula y antipática es la falsa crisis de Melillla. Hacen pasar por disputa internacional lo que sólo son fuegos de artificio de consumo interno. No ha habido bronca entre estados sino gruñidos amplificados, en España por la derecha política y mediática para desgastar al Gobierno, mientras en Marruecos el ruido en torno a Ceuta y Melilla busca, como siempre, desviar la atención de otros problemas internos.
Los servicios secretos de Mohamed VI reclutan a unos pobres descerebrados para que griten y les llamamos activistas.



El debate sobre la españolidad de las ciudades africanas aburre a los monos de Gibraltar y lo rige lo emocional, no lo racional. Ni la historia ni la política son ciencias exactas; la geografía, más o menos, lo es. Y el mapa nos dice con tozudez que Melilla y Ceuta son restos de la presencia colonial europea en África. Pero no es menos cierto que en ambas orillas del Mediterráneo no hay nadie mínimamente interesado en modificar el statu quo. Marruecos necesita fronteras con Ceuta y Melilla. El Norte del país es una gigantesca olla a presión que sólo da problemas a la dinastía alauí. Melilla y Ceuta son las válvulas de escape de esa olla. La aduana, el comercio más o menos legal, el trapicheo y el clima de inofensiva corruptela implícito a lo fronterizo dan de comer a muchas familias. Por nada del mundo el Rey o el Gobierno de Marruecos cerrarían una espita que, además de evitar que les estalle el país en las manos, de vez en cuando se agita para entretener a los súbditos. Eso lo sabe muy bien el Gobierno español y hasta el PP, aunque por lo leído estos días haya quienes aún sueñan con ver a Millán Astray, manco, tuerto y estúpido, galopando de nuevo por las montañas del Rif.

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