martes, 5 de octubre de 2010

El limpiacristales de Dubai


La fotografía del Daily Mail muestra a un hombre, de aspecto asiático, que limpia, colgado en el vacío y sin arnés ni más sujeción que su mano izquierda, las ventanas del piso 34 de un rascacielos en Dubai. De ventanas en Dubai iba la estafa de aquel listillo que prometía sueldos de ensueño a quienes acudieran al emirato a colocar cristales en las torres, tarea para la que los emires andan sobrados de esclavos orientales que se juegan el tipo a cambio de una miseria. 350 incautos creyeron en el timador y lle
garon a rellenar un insólito formulario en el que les pedían que contaran su último sueño y colocaran por orden de preferencia valores como respeto, trabajo, compromiso y honor.

Seguramente algunos de aquellos crédulos el míercoles pasado no hicieron huelga –si es que hoy tienen un empleo más acá de Dubai- porque no creen en los sindicatos. Y como al limpiacristales de Dubai veo colgado del vacío en un futuro no lejano al autor de una ‘Carta al padre’ como aquella que Franz Kafka llenó de reproches hacia su progenitor. El miércoles pasado el receptor de la misiva, que entonces, cumplidos los setenta aún esperará el retiro, llevó al colegio a su hijo, ese que mañana sólo obtendrá empleos como el del limpiacristales de Dubai; y él mismo acudió a su puesto de trabajo para no seguirles el juego a los sindicatos, esos caducos y corruptos, decía, que sólo se defienden a ellos mismos.

En el mañana próximo el hijo escribirá su carta al padre agotado tras una jornada laboral interminable, temiendo siempre que la próxima nómina sea la última, acurrucado en el cuchitril compartido que su sueldo le permite, sin nadie que le defienda pues ya no hay sindicatos, con miedo a enfermar pues la sanidad es de pago. Y le llena de reproches, por haber sido tan iluso como quienes creyeron en el sueño de Dubai, por tragarse el veneno de otros estafadores: editorialistas, predicadores y economistas de salón. Le recrimina haber permitido que la suya fuese la primera generación con peores condiciones de trabajo que su antecesora, la que aceptó que le hicieran una crisis –vendrían algunas más- para demoler su edificio de derechos y garantías. Le acusa de haber cavado su propia fosa y, más profunda aún, la de su hijo, cuando celebraba que a otros –los privilegiados, los que viven del cuento, decía- les recortaran sueldos y derechos y les atacaran con toda la violencia de la que el poderoso piquete del liberalismo era capaz; sin tener en cuenta que, más pronto que tarde, llegaría su turno.



Cómo pudiste ser tan estúpido, terminará la carta. Cómo no supiste medir la escasa distancia entre el joven camarero que trabajaba once horas cotizando cuatro y el limpiacristales de Dubai; entre éste y el niño que escarba en el vertedero de Lima. Y lo fácil que era desandar el camino.

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