Comienzo a escribir este artículo mientras veo el Paraguay-España y lo habré acabado cuando termine el partido. Lo mío con el fútbol es una afición moderada, no apasionada, pero reconozco que me gusta fumar este opio de los pueblos, y ya debo haberme convertido en una de “las almas pequeñas saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan”, de quienes se burlaba Rudyard Kipling. Negocio, política y mercadotecnia aparte, algo debe quedar de lo que Antonio Gramsci elogió como “reino de la lealtad humana ejercida al aire libre”.
A veces el fútbol dice mucho de los países. Hoy lo vimos en el ridículo de Argentina, una nación culta y creativa con un defecto incurable: la credulidad que les hace adorar como a un mesías al primer impresentable endiosado que promete salvarles: Perón, Evita, los Menem... y Maradona, un futbolista que fue único durante unos años pero que no sabría entrenar a un tercera. Solo la mitomanía enfermiza de los argentinos ha podido convertirle en seleccionador nacional.
De toda la fiebre mundialista me carga la superabundancia de banderas españolas, porque desconfío del patriotismo agazapado tras la épica deportiva y de quienes lo utilizan en su provecho. Hay banderas por todas partes, como si estuviéramos en los Estados Unidos tras el 11-S. Unos vecinitos adolescentes ponen la nota discordante: ellos, por valentía o por incordiar, también han colgado del balcón una bandera española, la tricolor, de la Segunda República, que enarbolaban el Barça y la selección de Euskadi que durante la Guerra Civil fueron la embajada futbolística en el mundo de la España democrática acosada por Franco. Oigo que en el Orgullo Gay de Madrid hay más banderas españolas que nunca a causa del fútbol. Debe ser una prueba más del asombroso intercambio de roles que se está produciendo entre gays y heterosexuales: Al gay le gusta el fútbol ¿qué pensaban? Hoy entre los homosexuales masculinos triunfan las actitudes viriles, el pelo, la barba, la barriguita, el estilo Xabi Alonso, Zidane, Cantona... mientras se impone el hetero nenaza, esclavo del gimnasio, depilado y de cejas perfiladas: Cristiano Ronaldo. En el fútbol caben ambos modelos.
Uf, ha costado, pero al final Iker y Villa nos han metido en semifinales. Ahora Alemania. No solo por la selección española, sino por cortesía hacia los anfitriones surafricanos hay que ganar a los alemanes, como los holandeses deberían caer ante la Uruguay que inventó el fútbol moderno -lean El fútbol a sol y sombra de Eduardo Galeano, una delicia, de donde extraigo las citas de Gramsci y Kipling-. Que Holanda y Alemania disputen la final sería una injusticia histórica: Tantos años de lucha contra el apartheid, tanto esfuerzo para que la mayoría negra obtuviera el lugar que le corresponde y que el mundial de Surafrica lo ganen los malditos bóers.
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