lunes, 1 de diciembre de 2008

Retorno a Retorno a Bridehead



Et in Arcadia ego

Es más que una novela, es más que una serie de televisión, Retorno a Brideshead (Brideshead Revisited, the Sacred and Profane Memories of Capt. Charles Ryder) es una de las obras que más me han interesado, fascinado y a la que más veces he vuelto. La que con razón Evelyn Waugh consideraba su obra maestra es una de las grandes novelas del Siglo XX y tiene tantas lecturas que la película dirigida por Julian Jarrold que todavía permanece en cartel estaba inevitablemente condenada al fracaso. Pero si el cine sucumbe donde la serie de Granada TV consiguió en 1981 una de las cumbres históricas de la ficción televisiva no sirve la excusa del metraje, de la necesaria síntesis al a que estaba obligado Jarrold -aunque no obstante se vaya bastante más allá de las dos horas-. El Retorno a Brideshead de 2008 fracasa porque traiciona deliberadamente lo que Waugh quiso contar y lo sustituye por lo que los adaptadores han querido contar, boptando por mensajes simples, sensacionalistas y maniqueos, es decir, todo lo que nunca fue Retorno a Brideshead. No es un problema inherente a las adaptaciones, como demuestra la maravillosa serie de hace casi treinta años. El problema es esta adaptación.

Retorno a Brideshead no es en absoluto una historia de amor homosexual. La ambigüedad con la que Waugh y los adaptadores de la serie describen la amistad entre Charles Ryder y Sebastian Flyte es deliberada, es un acierto, no una forma de sortear los condicionantes morales de sus respectivas épocas. Los guionistas de la película Andrew David y Jeremy Brock llegan a poner en labios de Lady Marchmain (una a todas luces inadecuada y protagonista en exceso Emma Thompson) una estúpida clasificación entre los que son "como Sebastian" -homosexuales- y los que son "como Bridey (Brideshead, el hermano mayor de Sebastian)" -heterosexuales-. Pero, claro, si así la película logra reseñas en las revistas gays accede a un mercado importante.

No es la única traición -no se puede hablar sólo de licencia cuando los cambios destruyen la idea original-. Julia jamás fue la causa de la ruptura entre Charles y Sebastian -el romance con Charles surge en la madurez, no en la visita juvenil a Venecia- y éste de ningún modo se convirtió en alcohólico por una cuestión de celos, es tan burdo reducirlo todo a un melodrama romántico... Por otro lado es totalmente erróneo el retrato de Lady Marchmain que hace la película como el de una católica integrista. La religión lo impregna todo en Brideshead pero no es lo único que mueve a la madre de Sebastian ni su influencia en la vida de la casa es tan asfixiante. En cierta forma Waugh hizo una novela católica desde una visión autocrítica, pero desde luego de ningún modo anticatólica.

A Julian Jarrold le ha interesado mostrar pulcritud, buenas maneras y una discreta radiografía social y moral del momento en que un mundo se viene abajo. La preciosista reconstrucción histórica que entronca con la muy superior Maurice de James Ivory, o con La Joven Jane Austen del propio Jarrold no logra ni de lejos retratar la mezcla de belleza y sordidez que es Brideshead. Se opta por complacer al público de un determinado cine británico que adapta obras de prestigio con idéntico tono -Observénse las similitudes con la sobrevalorada Expiación. En el fondo no importa que el autor adaptado haya nacido en el Siglo XVIII -Jane Austen-, a principos del XX -Evelyn Waugh- o siga en activo -Ian McEwan-.Todo es tibio y aséptico y la lucha interior de los personajes, que nos arrebatan en la novela y la serie, aquí ni nos roza. Todos los temas que interesaban a Waugh son enunciados aquí y allá en diálogos como mínimo toscos, que explicitan lo que Waugh quiso que quedara sugerido.

Todo el gusto por el lujo, los grandes vinos, la comida y los viajes exóticos que a la adaptación cinematográfica no le interesan obsesionaban a un Evelyn Waugh que mientras escribía exorcizaba los rigores y penurias del final de la Guerra. Tampoco quiere el film ir más allá del maniqueismo en la descripción de las diferencias sociales. La serie de Granada TV, en cambio, contenía una secuencia de un valor histórico excepcional. Cuando estalla la Huelga General de 1926, Charles, que vive pintando en una buhardilla parisina se ve impelido a volver a Londres porque "su país lo necesitaba". Vemos entonces cómo los cachorros de la aristocracia, que jamás habían dado un palo al agua, se remangan y se organizan en bandas de matones para apalear a los huelguistas. Así servían a su país los ricos. Es una prueba más de la riqueza argumental, histórica y estética de novela y serie y de la mediocridad autocomplaciente de la película.



Retorno a Brideshead, la novela, sigue reeditándose en Tusquets, y de la serie hay una edición completa en tres deuvedés que en España publicó Círculo Digital. Son imprescindibles. Igualmente recomendable es la banda sonora de la serie, compuesta por Geofrey Burgon (Chrysalis). Castle Howard, la maravillosa mansión que conocimos convertida en Brideshead, pero en la que también se rodó Barry Lyndon, está a unos 30 kilómetros de la ciudad de York y se puede visitar.



Comenzaba señalando que Retorno a Brideshead es una de las obras a las que más veces he vuelto. Y de hecho he encontrado un texto de hace 18 años sobre Retorno a Brideshead y lo que significaba para mí a los veintitantos. Es un artículo que publiqué en Huelva Información y que creo que no me quedó del todo mal. Ahí va.

Fresas y vino

"Vuelvo a leer Retorno a Brideshead. Qué lejanas me parecen ahora esas imágenes de la Arcadia que hace tiempo -apenas teníamos veinte años- asimilabamos a todo aquello en que nos queríamos reflejar: elegantes a la vez que salvajes, vulgares y elegidos a un tiempo. Sabíamos de sobra que no eramos Charles Ryder o Sebastian Flyte, que no pertenecíamos a las especies que contemplan lánguida y complicemente su propia extinción. Sabíamos que estaremos toda nuestra vida a años luz de toda aquella opulencia y nos traía sin cuidado.

Pero aprendimos que el Château Peyraguey es ideal para las fresas, a beber una botella de champán tras otra en las frescas noches de la playa de Isla Cristina, a hablar y hablar hasta ser desdeñosamente ignorados por los demás. Como a Pessoa nos hubiera indignado sentirnos comprendidos.

Bebimos y bebimos, e hicimos de nuestras catas de principiantes -tras asaltar la bodega del padre de algún amigo- ejercicios de oratoria alucinada: "un vino tan tímido como una gacela, un profeta en su cueva, el último unicornio..." Y como los personajes de Waugh nos preguntábanos cada atardecer:

-¿Crees que deberíamos emborracharnos todas las noches?
-Sí, yo creo que sí
-Yo también lo creo


Recuerdo ahora la convalecencia tras alguna de aquellas batallas. Contemplábamos la playa levantando la cabeza de la lectura de Brideshead, llena la mesa de copas alineadas, vacías del brandy con que combatíamos nuestros constipados emocionales. Aspirábamos, en suma, a convertir en contraseña el verso de Villena: 'Que toda vida que se vive plena es vida para escándalo'.


¿Qué ha sucedido en estos seis, siete años? Si no saben igual el vino y las fresas no es porque, como Sebastian, nos hayamos lanzado a la autodestrucción ni, como Charles, nos hayamos conformado. Ni siquiera somos más viejos ahora. Si hemos permanecido imperfectos, si no hemos podado nuestras espinas, ignoro qué hace estos días tan distintos y desolados. Tal vez nos ocurra eso que Wittgenstein atribuía a quienes sólo se adelantan a su época y alguna vez fuimos alcanzados por ella.


Quizá también estemos pagando por haber roto demasiados lazos sin haber llegado lo bastante lejos con nuestra libertad y, en mi caso, no haber abandonado esta ciudad condenada, donde cada borrachera es más amarga y solitaria."

(2 de marzo de 1990)

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